El buhonero del vuelo 747 – (Undécima Historia)

‘Harry Desastre’ arribó a la hora acordada al aeropuerto. El vuelo salía a las 9:00 de la mañana con destino a la capital de la República, donde llegaría a encontrarse con su progenitor, a quien no conocía. La única referencia que tenía de él era la descripción dada por su señora madre, cuando apenas era un adolescente: estatura de 1.70 mts, 75 kilogramos de peso, cabellos ensortijados y tez blanca.

     El cielo estaba despejado y los destellos del sol auguraban un excelente día. La noche anterior había llovido torrencialmente sobre la ciudad inundándola y formando temibles arroyos. Los habitantes de la calle no durmieron porque no encontraron un lugar seco donde refugiarse y por el temor que los impactara un rayo proveniente de la tormenta eléctrica desatada.

      Una vez pasó el primer control de revisión, se sentó en la sala de espera a aguardar el momento de abordar el avión. Minutos después, los pasajeros fueron preavisados al escuchar por el altoparlante el llamado:

    “Pasajeros del vuelo 747 favor pasar a bordo”.

     Harry con un morral lleno de ropa sobre las espaldas y el tiquete de abordaje en la mano tomó la fila para dirigirse al mostrador donde una auxiliar verificaba la documentación.

     —Todo correcto —le dijo.    

     Ya en el avión, Harry buscó el número del asiento asignado para ubicarse. Era el 55A, lado izquierdo de la ventanilla. Se sentó y se abrochó el cinturón de seguridad. Antes había colocado el ligero equipaje en el compartimiento superior.

     A medida que transcurrían los minutos el avión fue copándose. Sus compañeros de vuelo eran dos hombres: uno joven de aproximadamente 19 años de edad, cabellos engajados color miel, y otro mayor, quien lucía un manto de color plomo con capucha que le cubría la cabeza. Era alto y delgado y se le podían ver los dedos gruesos como una morcilla y abundante pelo como un oso

     El muchacho se sentó en el centro y el hombre, en el asiento del pasillo para completar los cupos. Se abrocharon los cinturones de seguridad y esperaron a que el avión despegara.

El misterioso hombre sobresalía del espaldar del asiento, lo que denotaba su inmensa estatura. Harry y el joven se miraban a los ojos como tratando de comunicarse para no pronunciar palabra alguna que lo incomodara, ya que permanecía como una estatua, sin mover un solo músculo. Como si estuviera profundizado en un sueño eterno.

     En ese momento las azafatas empezaron con la inducción, en la que explicaban a los viajeros los pasos que deben seguirse en el avión, cuando este despegara y luego aterrizara. El sujeto solamente fijaba la vista en las mujeres sin decir una sola palabra. Parecía un cadáver de pie, arropado para ser sepultado de la misma forma.

     Al despegar el avión se escuchó una voz masculina diciendo:

     “¡Feliz viaje a todos!”.

     Una vez estuvieron en las alturas, el extraño hombre se echó la capucha para atrás para revelar su rostro: de mandíbula larga y poblada, ojos saltones, cabellos color rata, grandes orejas como murciélago y pestañas que semejaban unas escobillas. Se presentó simplemente como el buhonero, nada más.

      Los muchachos se aterrorizaron por el tono de su voz áspera y rugosa como la lengua de un felino, pero a medida que hablaba se tranquilizaron. El joven del asiento del centro para romper el hielo le preguntó:

     —Señor, ¿por qué viste de esa forma, como si fuera un hechicero de la Edad Media?

     Las apariencias engañan —respondió—. No todo lo que ven los ojos termina por ser cierto.

     Su rara voz los hipnotizaba, puesto que daba la impresión que estaban en un trance. El buhonero introdujo la mano en la pechera y sacó varios objetos. Los colocó en la palma de su mano para que los muchachos los observaran.

     —Son piedras mágicas, reliquias extraídas de la gran pirámide de Keops, nada fácil de encontrar en estos tiempos —dijo el hombre—. Como pueden ver son del tamaño de una semilla de marañón.

     Ellos se maravillaron con el brillo de las preciosas piedras. Una de color rojo intenso de la que se dice es la parte perdida de la piedra filosofal, otra verde esmeralda y una tercera negra como las escamas del pez molly.

     —Señor buhonero, ¿cuál es el precio de cada una? —interrogó el joven del asiento del centro, interesado en la piedra de color rojo intenso.

     —Depende —respondió el hombre—. Las piedras tienen un valor demasiado alto para tus posibilidades económicas.

Harry no quiso preguntar, puesto que su inquietud ya se la habían resuelto al joven del asiento del centro.

     —Quisiera comprar la piedra de color rojo —dijo el adolescente.

     —¿Cuánto estás dispuesto a dar por ella? —le indagó el buhonero riéndose.

     —Señor buhonero, no puedo poner precio a su producto —respondió el joven.

     —De acuerdo —le dijo el sujeto.

     El hombre observó que el muchacho llevaba una cadena de oro con un péndulo que le colgaba en el cuello, lo que le llamó la atención.

     —La piedra de color rojo intenso es la parte perdida de la piedra filosofal, la cual puede transformar cualquier metal en oro, igual a la cadena que llevas puesta —aseguró.

     —Señor buhonero, ¿cuál es el valor de la piedra? —preguntó nuevamente el joven del asiento del centro.

     —Tu cadena con el péndulo a cambio de la piedra —respondió frotándose las manos.

     Harry sintió que la situación se estaba poniendo color de hormiga y le alcanzó a decir en el oído al muchacho que desistiera de la compra, pero este abortó la sugerencia y decidió obtener la piedra.

     —Trato hecho, señor buhonero.

     —¿Ya lo pensante bien? —le interrogó.

     —La decisión está tomada, me quedo con la piedra y le entrego la cadena con el péndulo —respondió el muchacho.

     —Vas muy rápido, antes hay una condición que debes cumplir para que la piedra surta sus efectos mágicos —dijo el buhonero—. De lo contrario, el deseo que pidas no será concedido. ¿De acuerdo?

     —¿Cuál es? —preguntó el joven.

     —No haber hablado mal de nadie en el último año —respondió el hombre—. ¿Estás dispuesto a correr el riesgo?

     Harry le dijo que lo pensara bien, puesto que estaba en juego la cadena de oro de 18 kilates y el péndulo tallado por manos de orfebres.

     —Sí —respondió el muchacho.

     —Correcto, tú me entregas la cadena con el péndulo y yo la piedra —aseguró el sujeto.

     El muchacho se desprendió de la cadena con el péndulo colgante y se la dio al buhonero y este a su vez, recibió la preciosa piedra de color rojo intenso, no sin antes explicarle el procedimiento que debía seguir para convertir un metal impuro en oro puro.

     —La piedra tiene que ser pulverizada y después mezclada con la fundición de un metal, para que surta la transformación. De esa manera, se cumplirá tu deseo.

     Cuando el hombre guardó la cadena en la pechera, la azafata anunció que en cinco minutos aterrizarían en la capital de la República.

     En tierra, el buhonero se despidió de los muchachos deseándole la mejor de las suertes. Cada uno cogió caminos diferentes. Harry tomó un taxi para dirigirse a donde se encontraba su señor padre, a quien estaba ansioso de conocer; el muchacho hizo lo mismo, abordó otro vehículo de servicio público con dirección a su casa y el buhonero salió del aeropuerto caminando con un destino incierto.

     Al llegar el joven del asiento del centro, saludó a sus padres e inmediatamente se encaminó a una pulverizadora para convertir en polvo la diminuta piedra filosofal. Una vez lo hizo, se dirigió a una fundidora donde trabajaba un primo suyo para derretir un pedazo de plomo y transformarlo en oro puro.

     —¿Estás seguro de lo que me estás diciendo? —preguntó el primo del muchacho.

     —¡Claro que sí, hazlo ya! —dijo el joven.

     Cuando su primo fundió el innoble metal, él sacó del bolsillo del pantalón una bolsita que contenía el polvillo de la piedra fundida para mezclarla. Pero el hirviente líquido espeso no se transformó en oro, sino que conservó su mismo estado: plomo derretido.

     —Me engañó el buhonero —fue lo único que se le escuchó decir al joven del asiento del centro.

     —¿Qué dijiste? —le interrogó el primo.

     —Nada primo, gracias —respondió, despidiéndose del pariente.

     Al llegar a la casa, le preguntó a su mamá sin saludarla:

    —Mami, ¿tú te acuerdas si yo he hablado mal de un familiar o amigo últimamente?

     —¡Caramba, que ocurrencia la tuya! —respondió ella—. Pero ya que recuerdo, el Día de Amor y Amistad, hace exactamente once meses, te enemistaste con tu mejor amigo porque lo viste salir con otros compañeros y dijiste que era un mal amigo, debido a que se aprovechaba de las circunstancias.

     Días después, el muchacho por casualidad se tropezó con el buhonero por una de las avenidas de mayor afluencia de gente en la capital, como la Séptima. Lo reconoció enseguida para preguntarle:

     —Señor, ¿se acuerda de mí?

     —¡Veo que se cumplió tu deseo! —respondió el hombre—. ¿La cadena que llevas colgada en el cuello es el deseo que pediste?

      —No, se cumplió —le replicó.

     El hombre guardó silencio y dijo:

     —No todas las veces nos acordamos de lo que decimos o hacemos y tarde o temprano la vida termina por cobrárnoslo. Si quieres te puedo mostrar otros de mis finos productos para recompensar lo que has perdido.

     —Gracias, pero no estoy interesado —contestó el joven—. ¡Que tenga un feliz día!

     El muchacho se fue del lugar dejando al buhonero con la mano introducida en la pechera, en la que se apreciaba un brillante anillo dorado. Una vez lo vio alejarse supo que ese sería un excelente día, pues le ofreció sus productos a una joven y ella acepto, diciéndole:

     —¡Claro que sí me interesan!