El Castillo de la Alboraya

El Castillo del barrio la Alboraya. Foto: cortesía.

CRÓNICA – POR CARLOS HERRERA DELGÁNS

A paso furtivo llegamos a la casa más vetusta del barrio la Alboraya, El Castillo, ubicado en la calle 41b con carrera 8ª donde la historia no ha podido ponerse de acuerdo en su fecha de construcción. Voces del sector dicen que la edificación es de 1626, mientras que otras sostienen que la verdadera fecha fue a comienzos de 1900, cuando la ciudad se expandía por el auge del comercio y la avalancha de inmigrantes que venían de todas partes del mundo a impulsar el desarrollo de la urbe.

     De la edificación se han tejido una serie de supersticiones y misterios, al punto que alguien se le ocurrió crismarla con el nombre del Castillo, por su parecido con las monumentales obras de la Edad Media, pero en realidad este rasgo está lejos de equipararse con las milenarias megaestructuras, tanto por el largo como por el ancho y el estilo arquitectónico.

     De lejos la edificación parece de estilo republicano, pero al estar frente a ella se puede notar que la ficción no supera la realidad. La casa con ínfula de castillo tiene un descoloramiento y desgaste en su estructura física causado por el paso de los años, el cual le da un matiz espectral que con el tiempo ha dejado de aterrorizar a los residentes del sector, que se han acostumbrado a convivir con la decrépita construcción y con los ruidos de ultratumba que emanan de su interior.

     El celador de la casa, Martín Torres, con más de 40 años cuidándola, ni se inmuta cuando escucha a altas horas de la madrugada un crujido que pueda intranquilizarlo. Ni la noche que vio flotando a una mujer vestida de un brillante traje color blanco que le tapaba los pies. Antes de aterrorizarse decidió mantener la calma para que no se le fuera encima. Al rato el espectro se perdió por las escaleras que conducen al segundo piso.

     Sus paredes no son del espesor de un verdadero castillo londinense o español, que servían de muro de contención para repeler el ataque de los ejércitos enemigos, sino una construcción normal de la época, que se hizo con el único fin de ser habitada por una familia que buscaba la tranquilidad y el contacto con la vida silvestre de la ciudad. Sus puertas y ventanas no son del peso y de la altura de un verdadero castillo. Con las remodelaciones que ha sufrido la mansión, luce hoy como una casa común y corriente del sector, la cual ha perdido gran parte de su diseño original.

     De la construcción inicial, reflejada en antiguas fotografías, a la que se encuentra actualmente, es poco lo que queda. Las puertas, las ventanas y el techo fueron cambiados. La edificación perdió la magia que la caracterizó en su época. Hoy luce desmejorada como una de las tantas viviendas abandonadas en la ciudad a su suerte, en espera que su propietario la intervenga para rehabilitarla.

    La mansión es de estilo mudéjar, una mezcolanza entre la arquitectura cristiana y la musulmana, de dos plantas con un enorme balcón de gran amplitud por donde se aprecia la vida silvestre del sector; en la parte superior se podían ver, hoy no se encuentran, los merlones, figuras salientes verticales y rectangulares, ubicadas en el borde de la cornasa, los cuales fueron demolidos a punta de martillo para darle paso a un nuevo techo de láminas de eternit. Se conservan todavía en el centro de la edificación los arcos polilobulados como parte de su diseño. Palomas, murciélagos, insectos, roedores y gatos en la faena de cazar, habitan esta vieja construcción que se desvanece en el tiempo.

     En su jardín se podía ver –dicen los vecinos– uno de sus encantos, la fuente, construida en mármol, con tres cisnes que le daban la vuelta y por donde brotaba el agua en forma de cascada para ver pasar la naturaleza, y bancas a su alrededor del mismo material, en el que sus dueños se sentaban largas horas a conversar. Comentan la gente del sector que también hacía parte del encanto de la mansión un enorme escudo heráldico fabricado en cobre de aproximadamente un metro de alto por 70 centímetros de ancho. Aseguran que era su blasón protector para cualquier percance que se presentara.

     La leyenda que se ha tejido alrededor de la hacienda se remonta al año de 1626, cuando su primer propietario era un español mestizo de apellido Rondón, de aspecto cadavérico y de gran estatura, quien permanecía cabalgando en su corcel de color negro brillante con ojos color de fuego, el cual se mantenía rociado de sangre fresca producto de los sacrificios que ejecutaba su amo. Cuentan que cualquier persona que encontrara el señor Rondón en la hacienda la aprisionaba, encarcelaba y sacrificaba, y su sangre la utilizada para refrescar y darle de beber a la bestia. Se dijo que en aquella época –comenta una señora de aproximadamente 70 años de edad, quien solicitó guardar su identidad– el propietario recorría todos los días las 25 hectáreas de la hacienda montado en su caballo negro empapado de sangre, con un pelotón de sus esclavos. Es la creencia que se ha mantenido en el tiempo.

     Las supersticiones hablan de que el señor Rondón construyó en el predio una capilla, con todas las especificaciones técnicas del caso, para realizar rituales de santería africana con santos de la Iglesia católica, por el pacto que tenía con el diablo, con el único propósito de mantener su prosperidad y su fortuna. El pacto establecido era el sacrificio de seres humanos, que entregaba en ofrenda para honrar el acuerdo. Para esto el señor Rondón construyó tres túneles subterráneos debajo de la mansión, de los cuales uno era utilizado para realizar los sacrificios humanos. Las víctimas eran jóvenes hijos de esclavos y personas que invadían el predio, quienes los condenaba a morir de hambre con un grillete en el tobillo. Del sacrificio, el señor Rondón aprovechaba la sangre de las víctimas, para bañar a la bestia.

      Ante la pérdida de tantas personas, la gente comenzó a aglomerarse en la hacienda del señor Rondón exigiéndole que respondiera por las desapariciones. Este decidió vender la hacienda a un paisano suyo que respondía al nombre de Miguel Borrás, quien se encontraba casado con Celia Márquez, hija de un banquero de la ciudad, Esteban Márquez, propietario de muchos bienes y del banco que llevaba su apellido.

     De la mansión se han dicho ciento de cosas, entre ellas que se encontraba un tesoro enterrado. Los buscadores se dieron a la tarea de escavar días enteros en la hacienda, pero a medida que cavaban se esfumaban las esperanzas de hallar el cofre repleto de monedas de oro, como en las historias de la Mil y Una Noche.

     Al respecto –dicen los vecinos– los obreros han encontrado enterradas ollas de barro con huesos humanos, diminutas piezas de oro y piedras extrañas parecidas a un pedazo de meteorito, por lo que se cree que la mansión fue construida sobre un asentamiento aborigen, el cual visitaban seres extraños de otros mundos. Hallazgos que hoy no se pueden comprobar puesto que las evidencias no se conocen y tal parecen que nunca existieron.

     La leyenda construida en torno a la edificación abandonada son verdaderas historias fantásticas que rayan en el existencialismo. Como lo que se conoce de que personas tomaron la decisión fatal de acabar con sus vidas, ahorcándose con una soga que colocaban en las ramas de los frondosos árboles que rodeaban la mansión, debido a lo que veían y oían al interior de esta. Pensaron por un momento que serían víctimas de los extraños seres fantasmales que aparecían a cualquier hora del día.

     Los cuentos que se tejieron y que mantiene la gente en la retina, fueron el de la mujer flotando vestida con un traje blanco que le tapaba los pies, los pasos del caballo del señor Rondón ingresando a la finca en las horas de la madrugada y las figuras de dos hombres asomados por la ventana del segundo piso de la edificación, uno de tez cadavérica y el otro barbudo con un turbante en la cabeza con un don de genio.

     La historiadora Wendy Meza ha hecho una de las investigaciones más seria sobre la leyenda del Castillo de La Alboraya, que como toda superstición tiene su comienzo y su fin. Dice la historiadora para un documental que la hacienda donde fue construida la edificación abandonada era propiedad del banquero barranquillero Esteban Márquez y que al fallecer este en el año 1889, heredó dicha propiedad su hija Celia Márquez, quien se encontraba para la fecha casada con Miguel Borrás, un español que bautizó el predio con el calificativo de La Alboraya, en homenaje a una población con el mismo nombre en España.

     La pareja decidió construir en el predio que se encontraba en la zona sur de la ciudad una mansión para vivir en ella a comienzos de 1900. El estilo de la edificación fue idea de Borrás, quien recomendó al arquitecto que construyera en el mismo estilo que se venía utilizando en el país ibérico. El estilo que se le impregnó al diseño fue mudéjar, que es una combinación entre la arquitectura cristiana y la musulmana. Se incluyó en la obra la construcción de tres túneles, los cuales, según la leyenda, dos eran usados por Borrás para el contrabando y el tercero para encarcelar y engrillar a jóvenes hijos de esclavos como a ellos también, a los que alimentaba con pan y agua para después violarlos, asesinarlos y enterrarlos en la misma hacienda.

     Las figuras que hoy están ausentes de la edificación y que fueron demolidas sin saber el real significado histórico, son los merlones al borde de la cornasa, los cuales se parecen a las puntas de los castillos de la Edad Media. De ahí que a alguien se le ocurrió crismar a la edificación como el Castillo de La Alboraya, por su parecido con las milenarias fortalezas.

     Fallecida la esposa de Miguel Borrás, Celia Márquez, este decide vender la hacienda para desaparecer del sector y no saberse más de él. En el año 1958 la señora Ernestina García de Santodomingo, hereda la hacienda, quien decide venderla por intermedio de su apoderado al municipio de Barranquilla, siendo alcalde en su momento Hernando Manotas R., por la suma de $600 millones, pagaderos de la siguiente manera: una cuota inicial de $50 millones y el restante, es decir, $550 millones en partidas mensuales de $15 millones, tal como se publicó en su momento por la prensa local y por la revista editada por la Junta de Acción Comunal del barrio en el año de 2007.

     Después, los terrenos de la hacienda fueron invadidos por particulares para construir sus viviendas y posteriormente llamaron al barrio con el nombre de La Alboraya. En 1965, la edificación serviría como sede de dos instituciones educativas, la No. 49 para Varones y la No. 53 para Niñas, las cuales funcionaron una en la mañana y la otra en la tarde.

     La leyenda del Castillo de La Alboraya, está plagada de muchos datos confusos. Como, por ejemplo, el año de 1626 cuando fue creada siendo que la ciudad fue fundada entre los años de 1627 y 1637 y erigida en villa el 7 de abril de 1813, lo que probablemente para dicho año no existía Barranquilla como población ni tenía el movimiento y el comercio para pensar que alguien poseyera propiedades en zonas apartadas, como el sector donde estaba ubicada la hacienda, bastante distanciado en dicha época de lo que hoy es la Plaza de San Nicolás, la cual se llamó en su nacimiento Hacienda San Nicolás, cuyo propietario fue Nicolás de Barros, por los terrenos que le adjudicó la Corona española en los años 1626-1629. Es una de las dudas que rondan la construcción del Castillo en esa fecha con los materiales que hoy conserva. Mientras que el año de 1900 es más realista, tal como lo manifiesta la historiadora Wendy Meza, dado que la casa fue levantada a comienzos de ese año y a partir de ahí se tejieron varias de las supersticiones que hemos narrado en esta crónica y que han contado muchos de los que me antecedieron en el uso de la pluma.

( Tomado del libro Los muertos de nadie )

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