El niño de poderes ocultos – (Duodécima Historia)

En lo alto de una casa de tejas de cemento una manada de gatos hambrientos rodeaba a un indefenso cuervo con el ala derecha caída, como si la tuviera partida.

     Más de veinte felinos de diferentes razas y colores no le quitaban la mirada al pajarraco que permanecía inmóvil y presintiendo su destino. Esperaban que hiciera el más mínimo movimiento para cazarlo y comérselo.

     Abajo, un niño de aproximadamente siete años de edad, observaba la situación sin poder hacer nada por la distancia que lo separaba de ellos. Por mucho que trató de espantar a los gatos, estos no se movían de sus posiciones. Sin embargo, apareció inesperadamente una señora vestida precisamente del mismo color del cuervo, negro brillante, quien estaba abriendo la cerradura de la puerta de su apartamento y escuchó sus gritos de desesperación.

     —¿Qué tanto gritas? —preguntó la señora.

     Cuando el pequeño le indicó con la mano a la mujer lo que estaba por suceder en el techo de una casa vecina, ella dejó caer los paquetes de compras que traía e introdujo la mano en el bolso para sacar una varita mágica de laurel y pronunciar unas palabras extrañas:

michifuz vengan a mí,

michifuz vengan con su reina

Los gatos desistieron del ataque y descendieron para dirigirse hacia donde estaba la mujer como si esta fuera su reina de verdad, puesto que obedecieron inmediatamente a su llamado para seguirla. Una vez ingresó, cerró la puerta, y en cuestión de segundos todo volvió a la normalidad.

     El niño no salía del asombro por lo que acaba de ver y decidió tocar la puerta del apartamento de la mujer, que se abrió de golpe.

     —¿Qué se te ofrece niño? —le preguntó la señora.

     —¿Va a dejar morir al cuervo en la intemperie? ¿No ve que tiene un ala partida —le cuestionó él—? No puede volar y los gatos regresarán a comérselo.

     —Lo siento chico, no puedo hacer más nada por él, agradece que le acabo de salvar la vida evitando que los gatos se lo comieran —dijo la señora de negro y cerró la puerta dando por terminada la conversación con el infante.

     El chiquillo regresó de su casa con una escalera para trepar al techo donde se hallaba el ave. Esta no se movía, pero graznaba por el dolor que sentía. Una vez la alcanzó, descendió con ella.

     La envolvió en la funda de una almohada y la metió en el bolso del colegio para visitar al veterinario que se encontraba a tres cuadras de la casa.

     —Buenos días, veterinario, no tengo plata para pagar la consulta —dijo el niño—. Traigo este animalito que estaba en el techo a punto de ser devorado por los gatos.

      El veterinario lo recibió para atenderlo enseguida por la gravedad que presentaba. Efectivamente, tenía el ala partida y lesionada por el picotazo de otro cuervo producto de una pelea. Lo colocó en la camilla para suturarle la herida y entablillarle el ala.

     Tres horas más tarde, el niño salió de la veterinaria con el cuervo vendado como una momia; se le veía únicamente el pico. Lo llevó a su casa para que se recuperara. A la semana siguiente, el ave desplegó sus alas para batirlas y volar. Al alejarse, el pequeño quedó triste por la despedida de su amigo, al cual le había tomado cariño, puesto que se había convertido en su mascota.

Días después, ‘Harry Desastre’ caminaba por una céntrica avenida de la ciudad buscando los frascos para envasar las colonias y perfumes. Llegó a un local recomendado por uno de sus clientes donde seguramente los encontraría. Fue recibido por la propietaria, una robusta mujer de enormes pechos de argento, gruesos brazos como si alzara pesas, cabellera planchada y una dulce voz de quinceañera.

     —Buenas —dijo Harry.

     —Buenas, guapo—respondió la señora—. ¿En qué te puedo servir?

     —Busco unos frascos para envasar colonias y perfumes —replicó él.

     —¿Los quieres grandes, medianos o pequeños? —preguntó la señora riéndose.

     Harry también se echó a reír por la forma graciosa como ella contestó y decidió seguirle el juego.

     —Medianos para la gente —exclamó Harry.

     —¡Excelente!, ya te los traigo, guapo —expresó la mujer.

     Minutos después, la señora apareció con los frascos. Eran de diferentes formas, lo cual le pareció perfecto al muchacho que seleccionó diez: cinco para envasar perfumes y cinco para colonias.

     —¿Cuánto le debo señora? —preguntó él.

     —Para ti, guapo, son veinte mil pesitos —respondió la mujer.

     La señora le envolvió los frascos en una bolsa de papel y se la entregó a Harry, no sin antes darle las gracias por la compra.

     —Regresa pronto, hombre guapo —dijo la señora—. ¡Estaré esperándote!

Pasadas las 5:00 de la tarde, Harry se dirigía a su casa y observó en el techo de una vivienda deteriorada una manada de gatos hambrientos. Logró contar más de veinte. Se acercó y encontró que tenían rodeado a un polluelo de lechuza. Se había caído del nido y chillaba desesperadamente.

     Harry les arrojó varias piedras para espantarlos, pero sin ninguna suerte, toda vez que no se movían y se disponían a atacarlo. No lejos de ahí, el niño próximo a cumplir siete años pasaba por el lugar de regreso del colegio cuando vio la misma manada de gatos del día anterior en el techo rodeando al polluelo indefenso. Colocó el morral en el suelo y tomó la posición de la mujer vestida de negro como cuervo. Levantó las manos y pronunció las palabras mágicas que le había escuchado:

michifuz vengan a mí,

michifuz vengan con su reina

El sortilegio produjo efecto. Los gatos empezaron a descender del techo para rodear al infante, que saltaba de alegría al salvar al polluelo de ser devorado. Sin embargo, acosaron al niño y no podía quitárselos de encima.

     Ante la situación, Harry lo agarró y salió corriendo con él, y más atrás los felinos que no lo dejaban en paz, puesto que estaban hechizados. Era la misma persecución del depredador a la presa.

    Ingresaron a una refresquería para resguardarse, pero ellos también lo hicieron, creando un caos al interior del negocio. Salieron ante la algarabía formada por los clientes.

     Al tomar la avenida 41 los animales seguían persiguiéndolos, la señora vestida de negro notó lo que estaba sucediendo y se detuvo para liberarlos del sortilegio. Una vez lo hizo, estos la siguieron hasta su apartamento.

     La mujer se quedó mirando fijamente al chico, dándose por enterada que en el interior de él había poderes en ciernes. Siguió su camino deseándole a los muchachos una feliz tarde.

     —La próxima, no se metan en problemas —les sugirió.

     —Con lo que le he visto hacer a esta señora, estoy por creer que es una famosa hechicera —dijo el niño.

     Una vez recogió el morral del niño, Harry lo acompañó a su casa porque estaba asustado y se aseguró que llegara sano y salvo donde la mamá lo esperaba en la puerta.

     —Solamente repetí las palabras que había dicho la señora antes a la manada de gatos —expresó el niño—. No sabía que era un sortilegio.

     Harry y el niño miraron hacia el techo donde debía encontrarse el polluelo de lechuza, pero no lo vieron. Imaginaron que finalmente un gato terminó por comérselo o la mamá descendió para llevárselo.

     —Los pichones cuando caen de los nidos o son sacados por sus hermanos mayores son aborrecidos por su mamá —afirmó Harry—. Una vez sucede esto, quedan a merced de los predadores e incluso, de roedores.

     —Quiero llegar rápido a mi casa —dijo el niño.

     —Vamos llegando —respondió Harry.