La bailarina de la botella (Sexta Historia)

Era una mañana veraniega con un sol brillante y vaporoso. ‘Harry Desastre’ sudaba bajo la regadera del baño con su pequeño amigo Matías, el ratoncito doméstico, que disfrutaba de la lluvia artificial. Después de ducharse, su mamá le gritó a ambos desde el primer piso que el desayuno estaba servido.

     Se vistieron y bajaron. A Harry le sirvió huevos revueltos con salchichas rancheras, bollo de maíz blanco en torrejas y un pocillo de café con leche, mientras que a Matías, una combinación de verduras frescas, zanahoria, brócoli, pepino y repollo.

     En un intercambio de palabras, Harry le dijo a ella que se quedara con el ratoncito porque iba a comprar en el centro los recipientes de vidrio para envasar las colonias y perfumes. Este comprendió la situación bajando la cabeza en señal de obediencia y de tristeza a la vez.

     Cuando desayunaron, Harry se despidió de su mamá y de su pequeño amigo para abordar ‘el escarabajo’ que se hallaba parqueado a un costado de la vía donde lo estacionaba usualmente, pero no contaba con que al introducir la llave en el suiche no encendiera.

     —­No hay corriente —dijo­.

     Al alzar el capó y probar la batería comprobó que estaba descargada­, por lo que decidió hacer la diligencia a pie por la cercanía del lugar. Quince cuadras debía recorrer para llegar a su destino.

      Sin pensarlo dos veces, emprendió el descenso por la avenida 41 directamente al Callejón Bolívar donde se encontraba un pulguero de un viejo judío sefardí, hijo de migrantes que habían sido expulsados de Castilla y de Aragón por los reyes católicos debido a la influencia que estaban ejerciendo en los cristianos nuevos para que estos Judaizarán.

     Minutos después, arribó al negocio del migrante, — de mediana estatura, peso aproximado de 75 kilogramos, barba enmarañada, como las raíces de un árbol, hasta la altura del pecho, y ojos pequeños y vivaces —quien lo recibió amablemente:

     —Adelante, buen hombre —exclamó el judío, que lucía la tradicional kipá de color negro y el tirabuzón que le caía en espiral a un costado del rostro.

     —Gracias amigo —respondió Harry—. Busco unos frascos para envasar unos perfumes.

     —¡Claro que los tengo! —exclamó el judío—. ¡Por aquí, buen hombre!

     Cuando Harry ingresaba al negocio vio una llamativa botella de vino Bordelesa que contenía un extraño humo color cielo, el cual tomaba diferentes formas. Se acercó para agarrarla, pero el judío se lo impidió.

     —¡No toques lo que no es tuyo! —dijo el anciano.

     —¿Qué extraña botella es esa? —pregunto Harry.

     —Ni yo mismo sé —respondió—. Me la trajeron ayer en la tarde y no he tenido tiempo de detallarla. Lo único que sé es que me la vendió un amigo árabe que la guardaba en su casa como el mejor tesoro.

     —¿No dijo por qué se la vendió? —interrogó el muchacho.

     —No tuve la oportunidad de preguntarle por la prisa que llevaba —respondió el judío sobándose el tirabuzón—. Estaba bastante nervioso, pero por mi interés en el recipiente se lo compré a un buen precio.

     Los dos observaron la botella por un largo rato. En apariencia estaban hipnotizados. El humo cambiaba de color, así como de figura. Parecía como si las nubes se hubiesen metido en su interior para tomar esa forma rítmica producida por la corriente de los vientos. Aunque no había nada que las moviera.

     En el preciso momento en que se acercaron más al recipiente, las nubes fueron transformándose en una mujer. Era delgada, de prominentes caderas y protuberantes senos que levantaban el sujetador. Su cabellera le tapaba las espaldas y su rostro vislumbraba la belleza de una divinidad.

     Los hombres estaban hechizados. No pronunciaban palabra alguna, puesto que su atención se centraba en la mujer de la botella de vino, que se detuvo una vez se completó la transformación. Sin que se lo imaginaran era una bailarina árabe danzando el raks báladi, el baile tradicional de su país.

     Se escuchaba el sonido de la música que bailaba. Por el ritmo de su cuerpo se presumía que tenía el mismo origen de la persona que le vendió la botella al judío. La mujer lucía un traje de la danza del vientre, que escasamente cubría sus partes íntimas.

     Se concentraron en el baile rítmico de la bailarina y perdieron la noción del tiempo. Estaban idos. Sin espabilar, se acercaron más aún a la botella para ver de cerca su danza. En un movimiento de manos hizo que Harry entrara al recipiente de vidrio, y el judío se desplomara para quedar en un sueño profundo.

Frente a la mujer, Harry observaba la cadencia de sus caderas y no se atrevía a tocarlas. Si lo hacía, corría el riesgo de atravesarla con su mano y causarle daño. Se acercó a ella y esta se alejó para danzar a su alrededor. Por mucho que insistió en alcanzarla no lo logró. Era muy escurridiza.

     Harry miraba en su entorno y notaba solo nubes. Al tratar de tocar la botella para cerciorarse de la realidad, no pudo. Era como si estuviera en el mismo cielo, caminando sobre nubes y más nubes, esperando la aparición de un ángel o del mismo San Pedro para recibirlo y llevarlo a conocer personalmente a Dios.

     La mujer sin dejar de bailar se acercó a Harry, colocándole la mano de nube en el rostro para besarlo. Solamente sintió que los labios le quedaron impregnados de un líquido gaseoso y vaporoso. Quería tenerla entre sus brazos, pero su esfuerzo fue en vano, puesto que ella se alejaba cada vez más. Desistió de seguirla para verla danzar. Eso era suficiente para él.

     Los minutos corrían y Harry no se cansaba de observar a la hermosa danzante. A pesar de que su movimiento de caderas y sus protuberantes pechos no eran reales, lo incitaron a la lujuria. El beso fue nada más una tibia corriente de aire vaporoso que le acarició el rostro y lo hechizó por un momento.    

      Al interior de la botella sentía que flotaba, no que caminaba. Al pisar las nubes blancas y grises, era como si lo hiciera en el colchón suave y esponjoso de su cama. Al regresar con la bailarina vio que esta se desvanecía lentamente hasta desaparecer. Al instante, regresó a su estado natural.

     Despertó al viejo judío del trance en el que se hallaba para despedirse porque no había encontrado los frascos que necesitaba. Él estaba aún adormecido y le agradeció al muchacho la visita.

     —Espero que regreses, para que me compres en la próxima ocasión —dijo.

    ‘Harry Desastre’ siguió el mismo camino por donde llegó. Miró hacia el cielo por pura curiosidad notando algo extraño en las nubes. Estas empezaron a tomar la figura de una mujer. Se detuvo por un segundo, no sin antes saludar a un viejo amigo que cruzaba la avenida Murillo.

     —Me alegra saludarte —le dijo al conocido, del cual no recordaba su nombre, por estar concentrado en las nubes.

     Una vez cruzó la avenida fijó su mirada nuevamente al cielo para buscar a la mujer de la botella de vino danzando. No dejó de verla recordando el beso vaporoso que le dio.

     —Recuerdo es recuerdo —dijo para consolarse.

La gente lo observaba porque siempre veía hacia lo alto. A dos cuadras de la casa, se desconcentró por una pelea de perros callejeros. Cuando alzó la vista, la danzante se había esfumado.

     Al llegar a la casa su mamá estaba en el cuarto-taller cosiendo. La saludó desde la distancia.

     —Mami ya llegué —dijo.

     —¿Cómo te fue? —preguntó ella. 

     —Excelente.

     Subió a su cuarto para recostarse por un momento, puesto que tenía que salir a repartir varios pedidos de colonias y perfumes. Matías lo recibió como de costumbre, saludándolo como un mismo perro, moviendo la cola. Harry lo abrazó con el cariño de siempre.

     Al cerrar los ojos recordó que la batería del ‘escarabajo’ estaba descargada.   

     —Me tocará pelarle la cara al vecino para que me preste los cables para cargarla —dijo—. Mañana lo llevó al taller. ¡Hoy tuve suficiente con este día tan raro!