Las semillas doradas (Quinta Historia)

6:25 pm del 18 de agosto de 2016

‘Harry Desastre’ se encontraba en tremendo trancón al norte de la ciudad. ‘El escarabajo’ se recalentaba y la aguja de medición de la gasolina se acercaba al tanque de reserva. Era la hora en que los trabajadores, estudiantes y universitarios salen luego de las actividades del día.

     Cuarenta minutos después, la suerte le cambió al escapar de semejante caos para dirigirse a una gasolinera y taquear con $10.000 ‘el escarabajo’, que lanzaba bocanadas de humo blanco como un volcán.

     Tomó varias vías de atajo para evadir el pesado tráfico de la noche, en el que se veían filas interminables de vehículos inmóviles, y poder llegar a tiempo a la celebración del cumpleaños de su señora madre, que invitó a familiares y amigos.

     Tenía prisa porque llevaba el pudín de la cumplimentada, —envuelto en una caja de cartón en la que sobresalían las figuras de animales silvestres como la de una iguana copulando con su pareja al momento de trepar a un árbol—, que había comprado en una de las pastelerías más reconocidas de la ciudad. La abuela Clau, especialista en repostería, se había ofrecido a hacerlo, pero Harry le sugirió que mejor se dedicara a disfrutar del cumpleaños de su hija y no se preocupara por ese detalle.

     Al conducir por una vía desolada y a oscuras estacionó sobre esta ‘el escarabajo’ y descendió a vaciar los esfínteres urinarios. Se internó en un lote enmontado donde escuchó el cri-cri-cri de los grillos, seguidamente, el on-off-on off de las luciérnagas y el croar de las ranas.

     En un frondoso árbol de acacia de hojas doradas, encontró el lugar perfecto para abrir la corredera metálica del pantalón. A medida que descargaba el líquido amoniacal de la vejiga sentía un alivio placentero.

     —Me demoro un segundo más y me orino en el carro —dijo.      Al cerrar la corredera notó que en la oscuridad lo observaban unos ojos luminosos. Tuvo temor al principio, pero la curiosidad lo llevó a acercarse a lo desconocido, encontrando un pequeño cofre metálico sin cerradura y procedió a abrirlo cuidadosamente. Al alzar la tapa el brillo de una luz salió de su interior cegándolo por un

instante. Dos semillas doradas del tamaño de un fríjol se hallaban acompañadas de una leyenda que decía: “Cómeme”.

     ‘Harry Desastre’ sorprendido por lo que estaba sucediendo tomó las dos semillas del interior del cofre, las cuales no dejaban de brillar en la oscuridad, y las guardó en el bolsillo de la camisa. Colocó la cajita en el mismo lugar de su hallazgo y abordó ‘el escarabajo’ con dirección a su casa, donde lo esperaba impacientemente su mamá.

      —Por qué te demoraste? —le preguntó luego de recibir el pudín.

      —Me retrasó el tráfico —respondió Harry—. ¡Esta ciudad es un caos!

     Una vez saludó a los familiares y amigos de su mamá subió a su cuarto a cambiarse la camisa, que estaba empapada de sudor por el infierno que hacía en el interior del vehículo. Antes de quitársela, extrajo del bolsillo las dos semillas que seguían brillando y las aseguró en un recipiente de vidrio.

     —¡Qué extrañas semillas, provoca comérselas! —exclamó.

     Al sentarse en el borde de la cama, Matías salió a su encuentro. Subió de un brinco hacia su amigo, que observaba las dos semillas sin saber qué hacer con ellas.

     Harry lo saludó acariciándole la cabeza con el dedo índice y tapó el frasquito para bajar y agasajar a su señora madre en su cumpleaños. El ratoncito permanecería nuevamente solo.

     —Matías, te quedas aquí mientras regreso —le dijo luego de cambiarse la camisa.

     Bajó las escaleras dejando a su pequeño amigo cuidando el frasquito con las dos semillas doradas. Matías se sintió atraído por su brillo y se acercó a este, pero en ese momento entró Harry para evitar que se cayera al suelo y se rompiera.

     —¡Casi causas una tragedia! —le dijo al ratoncito, retirando el recipiente de la mesita de noche para guardarlo en una de las gavetas del escaparate con las colonias y perfumes.

     Se regresó a untarse un poco de colonia, de las que él prepara, para estar oloroso para la ocasión.

     Al día siguiente, Harry se levantó pensando en las semillas doradas. Sacó el frasquito de la gaveta y lo colocó en su mano. Recordó entonces la leyenda del cofre metálico: “Cómeme”.       Lentamente llevó las semillas a su boca, las masticó y las engulló con una gran satisfacción. No habían transcurrido dos minutos cuando empezó a sentir una sensación extraña: escuchaba sonidos y voces que venían del exterior de la casa. Salió al balcón y oyó una algarabía. No vio persona alguna discutiendo ni hablando.

     —¡Qué raro, la calle está desolada! —exclamó.

     Al levantar la vista vio en la copa del árbol de almendro una manada de cotorras que se disputaba el mejor puesto. Nítidamente una le decía a la otra:

     —No molestes, que este puesto ya tiene dueño, busca otro.

     Se miró en el espejo para ver su aspecto. No notó nada diferente. Se sentó en el borde de la cama a pensar lo que le estaba sucediendo, cuando Matías se dirigió a él:

     —¿Qué te pasa?, ¿estás preocupado, mi buen amigo?  —preguntó el ratoncito.

     Fue cuando se enteró que había recibido el don de entender el lenguaje de los animales. Las semillas que acababa de comer le dieron esa facultad.

     —¡Qué felicidad poder oír tu voz! —exclamó Harry—. Dios quiera que este don me dure por mucho tiempo.

     —¿Qué piensas hacer ahora que entiendes el lenguaje de nosotros los animales? —preguntó el ratoncito.

     Al momento de responderle a su amigo, escuchó la conversación de dos gallinazos adultos que posaban en el caballete del techo de la vivienda vecina esperando que un vehículo atropellara cualquier animal callejero para devorarlo o que las palomas dejaran los nidos solos con sus pichones para comérselos. Uno dijo:

     —¡Qué desgracia!, esas pobres personas internas en la clínica en dos horas fallecerán a consecuencia de lo avanzado de sus enfermedades.

     —¡Es una gran pérdida para nosotros también al no poder probar un bocado de sus vísceras! —dijo el otro.

     Dos horas después, cuando la mamá de Harry salió a la tienda a comprar los familiares de los internados en la clínica estaban comentando que estos acababan de fallecer debido a su delicado estado de salud.

     Al enterarse de la noticia de boca de su misma madre, el muchacho quedó impresionado por el poder de predicción de las aves carroñeras, y alzó la vista para divisarlas, pero ya no estaban en el tejado.

Los días siguientes fueron estresantes para Harry por la cantidad de conversaciones que escuchaba. Unas vanas y otras interesantes. Como aquella entre dos hormigas transportando alimentos al hormiguero.

     —¡Qué susto pasarán esas personas cuando se enteren que van a ser asaltadas! ¡No quisiera estar en su pellejo! —exclamó una.

—Si los policías en la esquina supieran lo que va a suceder evitarían que el almacén a escasos metros de ellos fuera atracado por cuatro sujetos que llegarán en un vehículo robado —contestó la otra.

     Luego del diálogo de los insectos, Harry se dirigió hacia los agentes y les comunicó el mensaje. Los uniformados quedaron consternados por la información del muchacho, pero decidieron prestarle atención para, de esta manera, frustrar el asalto y capturar a los delincuentes sin disparar un solo tiro.

     En la noche cuando se encontraba preparando varios perfumes para entregar al día siguiente, escuchó a dos cucarachas en un rincón del cuarto.       

     —¡Qué pesar con Harry! —exclamó una de ellas.

     —Sí, perderá el don que le dieron las semillas doradas de entender el lenguaje de los animales —dijo la otra—. Él tomó las semillas del cofre metálico y leyó el papelito por el lado anverso, pero no lo hizo por el reverso, el cual dice: “El don que entrega estas semillas, una vez comidas, desaparecerá al primer canto del gallo”.

     Cuando el gallo cantó por primera vez Harry se dirigió al lote enmontado encontrando el cofre metálico en el lugar que lo dejó. Lo levantó y lo abrió. Inmediatamente, buscó el reverso del papelito donde estaba escrita la leyenda en letras doradas para corroborar lo que comentaron las cucarachas la noche anterior.

     Al llegar a la casa, escuchó la algarabía de las cotorras en la copa del árbol de almendro, pero no entendía lo que decían. Vio los gallinazos en el caballete de la casa vecina, sin saber lo que rumoraban. Subió al cuarto y notó que Matías lo saludaba, aunque no descifraba sus chillidos.

     Se acostó para quedar rendido y olvidar lo sucedido. Matías hizo lo mismo para acompañar a su amigo.