Los muertos de nadie

Óscar Hernández López. Foto Cortesía.

POR CARLOS HERRERA DELGÁNS

En la madrugada del 1° de marzo de 1992, Óscar Hernández López, un joven recogedor de productos desechables de la calle, sintió el primer trancazo en la cabeza que lo hizo desplomarse. Minutos antes, en la oscuridad, un celador en turno lo llamaba con gritos estridentes para que recogiera unos cartones que se encontraban arrumados en el patio de la institución. Se acercó y decidió entrar sin imaginar lo que le esperaba. Cuando se agachó para coger el primer cartón le vino una borrasca de garrotazos por parte de cuatro celadores de la Universidad Libre, seccional Atlántico, que había entrado en receso por motivo de las fiestas de Carnaval. Los vigilantes, como lobos hambrientos por despedazar a su presa, utilizaron como armas para agredir a su víctima un bate de béisbol y un tubo de aluminio macizo. En el suelo e indefenso, Óscar Hernández recibió un brutal impacto que le quebró el brazo izquierdo. El grito de dolor se ahogó en la soledad de la institución y no pudo salir a la calle, ni ser escuchado por nadie.

     –¡Ay, mi madre!

     –¡Ahora sí, pégale un tiro! –dijo uno de los celadores.

     Tampoco nadie logró escuchar la detonación del revólver calibre 38 corto. Ni los agentes de policía en servicio en el Centro de Atención Inmediata (CAI), a escasos metros de la institución, puesto que, a duras penas, para fortuna de él, el disparo le rozó la oreja y lo hirió sin darle en la cabeza, a pesar de que fue a quemarropa.

     Medio muerto, Óscar Hernández, fue arrastrado de los pies por dos de los celadores al anfiteatro, dejando a su paso un reguero de sangre, para luego ser tirado en una de las camas metálicas como una res y ser despresado por el embalsamador de cadáveres, Santander Sabalza, un sabanalarguero, de prominentes orejas, nariz grande caída, estatura alta, tez morena, cabello de color negro corto, callosas manos y que le faltaban dos dientes en la parte frontal de su carta dental, por lo que al reírse desnudaba el desperfecto en su boca.    

    –Nos falta uno para completar la cuota –dijo uno de los celadores.

    Cerraron la puerta del anfiteatro a esperar a que cayera la última víctima de la madrugada. El brusco cierre despertó a Óscar Hernández, quien sintió que se estaba congelando por el frío que hacía allí. Logró recuperar los sentidos sin moverse. Miró al cielorraso y se dio cuenta que estaba vivo. Escuchó los quejidos de otro compañero que era masacrado a punta de garrotazos en el mismo lugar donde lo golpearon a él. Al instante, los celadores entraron arrastrando el cuerpo de otro ‘desechable’ para colocarlo en otra cama de aluminio, al lado de él, y después ser descuartizado.

     –Podemos comenzar –dijo uno de los celadores–.Ya completamos la cuota.

    –¡Huelen a diablo! –dijo el segundo de los celadores, a medida que les quitaba la ropa.

     No pudieron ponerse de acuerdo en el trabajo de desmembrarlos. Uno de los celadores sugirió, que lo dejaran para las horas de la noche puesto que ya había amanecido. Así salieron dejando todo cerrado. Al interior de la morgue, se podían ver órganos humanos de las víctimas de Santander Sabalza y sus compiches que flotaban en los baldes tanqueados de formol. La sangre chorreaba por las paredes y el piso del lugar, lo que le daba un aspecto de matadero de mala muerte. El cuchillo de matarife que utilizaba el embalsamador para descuartizar los cadáveres brillaba y estaba disponible en el momento que fuera necesario. Los bates para golpear a sus víctimas se encontraban ensangrentados en un rincón a la espera de entrar nuevamente en acción.

     Cuatro días antes, en una cacería humana los celadores llegaron a altas horas de la noche a bordo de un taxi color amarillo al Cementerio Calancala a cazar ‘desechables’, como calificaban a la gente de la calle. Pasaron por la bóveda de la primera mujer que fue sepultada en el camposanto el 24 de octubre de 1915, Sabina Atilano, natural del municipio de Baranoa. Uno de los sepultureros del cementerio –me dijo– que es la difunta más venerada por propios y extraños, por ser la primera persona enterrada en la inauguración del cementerio. Por costumbre los basuriegos utilizan este tipo de lugares como también debajo de los puentes para descansar después de una larga y agotadora jornada de recolección de desechables en la calle como cartón, botellas de vidrio, huesos, plásticos o cualquier otro objeto que pudiera ser útil para venderlos en los centros de acopio ubicados en el barrio Barlovento. En su misión por encontrar víctimas, los celadores lograron ubicar a tres de ellos que estaban dormitando en bóvedas vacías, como verdaderas camas fúnebres, las cuales los protegían de la intemperie y de cualquier peligro durante su descanso. Los despertaron a punta de garrote y los intimidaron con un revólver para interrumpirles el sueño y hacerlos salir de sus aposentos mortuorios. Para la faena de cacería, utilizaban bates de béisbol para golpear y matar a sus víctimas. De los tres indigentes, dos lograron escapar del sanguinario ataque. Al que pudieron aprehender, fue porque perdió el conocimiento a raíz de la paliza que recibió. Tenía varios hematomas en el cráneo y en el cuerpo. No fue necesario pegarle el tiro de gracia porque se dieron cuenta que los mortales golpes en la cabeza fueron suficientes para acabar con su vida. Así lo montaron al vehículo para llevarlo al anfiteatro de la universidad. Minutos después otro ‘desechable’ fue asesinado con el mismo método para completar la cuota de dos. No solo había basuriegos en la lista de víctimas de los celadores, sino también prostitutas que encontraban a solas en los confines de las calles de la ciudad, vendedores de café tinto de la noche y vagabundos a la deriva. Hasta un pensionado fue víctima de la mortal técnica de asesinato.

     Pareciera que los celadores de la Universidad Libre estuvieran personificando a los profanadores de tumbas de la ciudad de Edimburgo (Escocia) de 1825. William Burke y William Hare, inmigrantes irlandeses, obreros de oficio, que de la noche a la mañana se convirtieron en ladrones de tumbas y posteriormente en asesinos en serie, cuando la avaricia se apoderó de ellos. Su actuar delincuencial comenzó cuando un día decidieron desenterrar del cementerio el ataúd de un anciano inquilino que acababa de fallecer por causas naturales. El cuerpo lo vendieron a Robert Knox, profesor de Anatomía de la Universidad de Medicina de Edimburgo, quien les pagó bien por el cadáver. Las autoridades después de las investigaciones, lograron saber que el educador pagaba por cada cuerpo que le llevaban siete libras y diez chelines, algo así como unos dos millones quinientos mil pesos actuales. Ante la facilidad de ganar dinero, se dedicaron a la industria de profanar tumbas de personas que acaban de fallecer. Con el tiempo, los ladrones de tumbas se dieron cuenta de un pequeño detalle: demoraban mucho desenterrando los cuerpos. Por arte de gracia en una visita a un inquilino enfermo, le entró un ataque de tos y Burke para acelerar su deceso le colocó el pañuelo en la boca y la nariz. Fue el inicio de una serie de asesinatos, en donde el blanco fueron los vagabundos y prostitutas. La técnica que utilizaron fue emborrachar a su víctima, y una vez quedaba dormida, Burke la asfixiaba. Durante los siguientes onces meses, Burke y Hare siguieron asesinando a personas de la calle, hasta que un día dos inquilinos donde se encontraba hospedado Hare, descubrieron el cadáver de una irlandesa e inmediatamente llamaron a la policía. Los dos fueron capturados. El doctor Knox fue interrogado, pero no privado de la libertad, ya que técnicamente no había violado la ley. Con pocas pruebas, la fiscal del caso le propuso a Hare inmunidad a cambio de que delatara a su compañero de los crímenes cometidos. Hare declaró que el autor de los asesinatos en serie había sido Burke. El 28 de enero de 1829, Burke fue condenado por el asesinato de tres de ellos. Fue ejecutado ante la asistencia de más de 25 mil personas, que pagaron por ver su muerte. Su cuerpo fue diseccionado. Tiempo después las investigaciones arrojaron que Burke y Hare habían asesinado en total a 16 personas y que sus actos criminales eran de unos verdaderos psicópatas, puesto que sus crímenes fueron premeditados.

     Una vez entró el taxi –del que se dijo era propietario el síndico de la universidad– a las instalaciones de la alma mater en las horas de la madrugada del 26 de febrero, descargaron los dos cuerpos en la morgue para dejarlos a disposición del preparador de cadáveres. No pudieron ponerse de acuerdo en el trabajo de descuartizarlos. Uno de los celadores súbitamente se desmayó. La macabra escena que vio y el fuerte olor a formol que se respiraba en el lugar le hicieron perder el conocimiento. Sintió ganas de vomitar, pero al final se desplomó. Sumado a que ya había amanecido, los celadores y el embalsamador decidieron dejar el trabajo para las horas de la noche del mismo día.

     Saliendo ellos de las instalaciones del centro de educación superior, entraba una de las aseadoras, Natalia Duque Mercado, a cumplir su rutina de limpieza. Eran pasadas las siete de la mañana cuando quedó petrificada al ver lo impensable. Manchas de color rojo alrededor del anfiteatro. Se hipnotizó más al encontrar ropa incinerada en los tanques de basura. Cuando alzó con la punta de la escoba una prenda mugrienta se dio cuenta de que brotaba sangre. No entendía lo que estaba sucediendo. Cuando estuvo a punto de entrar a la morgue casi se desmaya. Además, detrás de la puerta de acceso halló dos baldes llenos de sangre con restos de órganos humanos flotando. A lo que reaccionó tirando la escoba a un lado y emprendiendo la huida a la oficina del síndico Eugenio Castro Ariza, para narrarle lo que había en inmediaciones del anfiteatro. Una vez le detalló los pormenores, este le dijo fríamente que iba a averiguar en la Facultad de Medicina qué era lo que estaba sucediendo y que le agradecía que no le comentara a nadie esa situación.

     Semanas antes, cuerpos de personas descuartizadas aparecieron en predios y basureros de la ciudad, los cuales fueron reportados por las autoridades como NN. Fue la alarma que prendió la Procuraduría General del Atlántico en un informe que se conoció en su momento. Los indigentes comenzaron a notar la ausencia de sus compañeros, puesto que no se les volvió a ver más por los lugares de rutina. Por costumbre ellos se tiznan el rostro con un pedazo de carbón para protegerse del inclemente sol del día, tal como lo hacen las mujeres vayúu, que se rocían en la cara una crema cosmética a base de la espora de un hongo. Caso llamativo de Popea, esposa del emperador romano Nerón, quien inventó el cosmético que llamó poppeana, para conservar la pastosidad y la delicadeza de la piel. Era una pasta de miga de pan mojada en leche de burra, con la que se cubría toda la cara antes de acostarse. Durante la noche la pasta se secaba y daba a la cara un aspecto de un barrado de yeso agrietado. Por la mañana, después de haber levantado con esponjas esta costra que cubría la cara, la mujer se lavaba con leche de burra todavía caliente. Era la fórmula que utilizaba para protegerse de la vejez. De ahí que se decía que Popea llevaba en sus viajes una recua de quinientas burras para poder bañarse en su leche y mantener su juventud.

     Con el tiempo, más basuriegos fueron desapareciendo misteriosamente y el anfiteatro de la universidad se llenaba de más cadáveres de los hijos de la calle. Varios de ellos dijeron que compañeros como La ‘Chupa-Chupa’, ‘Doña María’, La ‘Chicholina’, El ‘Pájaro’, El ‘Loco’, La ‘Erótica’, El ‘Batas’, La ‘Caleña’, ‘Miguelito’, no volvieron a verlos, sin sospechar que ya eran cadáveres para las clases de Anatomía de los estudiantes de la Facultad de Medicina. Los órganos humanos encontrados flotando en los baldes con formol iban a ser comercializados en el mercado negro. Muchos de estos eran vendidos a otras universidades como a instituciones de salud, que demandaban estas partes del cuerpo. El valor por cada órgano fue establecido por las autoridades en diferentes precios. Un hígado se logró cotizar a $30 mil pesos, mientras que un brazo a $20 mil. Entretanto, un cádaver era pagado –dijeron dos vigilantes que participaron de las matanzas– en $130.000, por el propio síndico, quien era el encargado de entregar el dinero. Mientras que el jefe de seguridad Pedro Viloria, manifestó que se pagaban a $170 mil. Ante el prontuario descubierto, Viloria trató de suicidarse ingiriendo un frasco de creolina que encontró en los pasillos de la universidad, de los que utilizaban las aseadoras para hacer la limpieza en los baños. Agentes de policía lo montaron en la parte de atrás del vehículo policial descubierto para trasladarlo a un centro asistencial y le prestaran los primeros auxilios. Lograron salvarle la vida y después fue capturado con otras doce personas de la institución de educación superior, para ser puesto a disposición de los jueces de conocimiento.

     Cuando los celadores y el embalsamador se fueron para regresar en las horas de la noche para continuar con el trabajo, Óscar Hernández López se pudo levantar aporreado por la paliza recibida. Era joven con una gran vitalidad. Su contextura atlética lo demostraba. Tenía 24 años de edad lo que le daba la fortaleza de hacer el mayor esfuerzo para ponerse en pie. Lo hizo y se horrorizó por lo visto. Vio a su compañero, Vicente Manjarrez, al que acababan de golpear, mal herido. Lo primero que visibilizó fue el garrote ensangrentado con que los habían agredido y el inmenso cuchillo de matarife, por lo que dio gracias a Dios, toda vez que no lograron utilizarlos con él. Como puedo se subió a una de las mesas metálicas para asomarse por la ventana que daba hacia la parte exterior del patio de la universidad. Se dio cuenta que había transcurrido demasiado tiempo desde que entró a ella. Eran pasadas las seis de la mañana. Para defenderse de una segunda agresión, agarró el garrote y el enorme cuchillo. Abrió con mucho cuidado la puerta del anfiteatro, pero a medida que caminaba sentía un intenso dolor que por segundos pensó en descansar para coger fuerzas y seguir, sin embargo, la desesperación de salir y pedir auxilio era mayor. Logró llegar a la entrada principal sin que lo vieran los celadores de turno, y así pudo volarse la cerca para emprender la huida por la carrera 46 con dirección al CAI que estaba al frente de la Catedral. Corría con dificultad por lo que miraba hacia atrás para estar seguro de que no lo seguían. Como pudo llegó al puesto de policía para pedir ayuda y encontró un agente de policía al que le manifestó:

     –¡Oye, me trataron de matar en la universidad! –dijo–. ¡Me pegaron un tiro y mira como tengo la cabeza y el brazo izquierdo!

     El agente lo miró de pies a cabeza atemorizado por lo que estaba viendo, y le dijo en tono desobligante: “Cuando a uno le pegan un tiro se muere”. El moribundo joven hizo un sobreesfuerzo humano para decirle al policía que lo acompañara a la universidad y poder demostrarle la veracidad de los hechos.

     –Allá hay otras personas que tienen dos tiros y tampoco están muertas –dijo.

     El policía decidió prestarle atención a Óscar Hernández y se dirigió con él a la universidad. Una vez llegaron, el agente solicitó que los dejaran entrar para verificar lo que le estaba diciendo el indigente. Los celadores de turno vieron el mal estado en que se encontraba el ‘desechable’ y decidieron negarle la entrada al agente, que en su malicia notó algo sospechoso. Cogió el radio de comunicaciones que llevaba en su mano derecha y llamó a la Central pidiendo refuerzos. Una hora más tarde llegaron y pudieron ingresar. Minutos antes, uno de los celadores trató de sobornar con dinero al policía para que dejara las cosas como estaban, pero este no accedió a la oferta. Así lo dijo ante el juez de conocimiento cuando lo llamaron a declarar.

     Cuando los policías lograron ingresar, Óscar Hernández los guió directamente a la morgue para descubrir el más grande cementerio de basuriegos en la ciudad. El espectáculo era macabro y el olor que salía era repugnante. Una vez arribaron los funcionarios del Instituto de Medicina Legal, pudieron hacer el levantamiento de los cadáveres hallados y trasladarlos a la institución para su identificación. El director seccional Pedro Carreño dijo que fueron diez los cuerpos de los basuriegos encontrados y los restos de trece personas más. También se encontró en una tina el cuerpo en estado de momificación de una persona sin cabeza ni órganos vitales. Las autoridades hallaron en el lugar de los hechos un tubo de aluminio que utilizaban los celadores para asesinar a sus víctimas, el cual se encontraba ensangrentado, y un revólver calibre 38 corto con el que le disparaban en la cabeza a los indigentes para rematarlos, que pertenecía a uno de los celadores de la institución. Los primeros capturados fueron siete celadores, el preparador de cadáveres y el jefe de vigilancia. Entretanto, el síndico se entregó voluntariamente en las horas de la tarde para someterse a la justicia.

     Los indigentes se aglomeraron a los alrededores de la Universidad Libre exigiendo justicia por la muerte de sus compañeros. También lo hicieron en los diferentes juzgados en que se encontraban los procesos. Se agruparon para actuar en un solo cuerpo. Un abogado ofreció sus servicios profesionales para representarlos en la parte civil en los procesos que se seguían en los juzgados.

    Ocho años después del descubrimiento del cementerio de basuriegos en el anfiteatro de la Universidad Libre, el Juzgado Segundo Penal del Circuito resolvió condenar a trece años de prisión a los celadores Wilfrido Ariza Ternera, Armando Seguro Urieles Sierra, Saúl Hernández Otero; al jefe de vigilancia del claustro universitario, Pedro Viloria Leal y al preparador de cadáveres, Santander Sabalza Estrada, como coautores de los delitos de tentativa de homicidio agravado en concurso homogéneo y responsables de los ataques con arma de fuego y garrote de que fueron víctimas en los patios de la universidad, los basuriegos Óscar Hernández López y Vicente Manjarrez. Mientras que el síndico de la universidad, Eugenio Castro Ariza, de quien se presumió en principio que era la persona que aportaba el dinero para la comercialización de los cadáveres, fue absuelto de cualquier hecho sucedido al interior de la alma mater. La pena al celador Armando Seguro Urieles Sierra, no pudo hacerse efectiva puesto que fue ultimado a bala en el municipio de Ciénaga (Magdalena), de donde era oriundo, meses antes de proferirse la condena. A Saúl Hernández Otero, el juez en la misma sentencia terminó cobijándolo por el delito de cohecho por haber ofrecido $130.000 al policía que llegó con el basuriego Óscar Hernández a las instalaciones de la universidad solicitando que los dejaran entrar. Ninguno de los directivos de esta institución fue vinculado al proceso.

     El estudio forense del Instituto de Medicina Legal para la identificación de cadáveres, encontrados en la morgue de la universidad, arrojó que fueron once los cadáveres hallados completos; nueve muertos por armas contundentes, tres de ellos eran mujeres, con proyectil de arma de fuego. Mientras que otros cinco, llegaron a la institución fraccionados, los cuales no presentaban signos de violencia, ni de armas de ninguna clase. Solo seis cadáveres pudieron ser identificados por Medicina Legal, entretanto que cinco quedaron como NN. Los reconocidos fueron: Javier Enrique Rojas Contreras, Miguel Antonio Barroso Álvarez, Álvaro de Jesús Tabarez Vásquez, María Rosalba Hidalgo Mejía (la vendedora de café tinto), Elizabeth Escobar Pacheco y Guillermo León Mejía Álvarez.

     Once fueron los cuerpos de los basuriegos encontrados en la morgue de la universidad Libre, los cuales según la teoría de los celadores eran los más fáciles de cazar, puesto que estos no tenían dolientes ni nadie que los reclamara por estar deambulando por las calles a cualquier hora del día por su condición de indigentes y de personas solitarias, que de alguna manera llegaron a ese bajo mundo por cualquier circunstancia, una de ellas, las drogas. Caso de La ‘Chupa-Chupa’, que en su juventud logró ingresar a una universidad a estudiar Derecho. Su peor desgracia y la de su familia fue haber probado la droga del bazuco y quedar siendo una ‘desechable’. Dormía donde la cogiera el cansancio, pero preferiblemente lo hacía debajo de los puentes o en una bóveda desocupada en el Cementerio Calancala. Muchos de sus compañeros de calle dijeron que hablaba inglés y francés.

     En el caso de los asesinos en serie de Edimburgo, Burke y Hare, en el que el juez sentenció a muerte al primero de ellos, al final las autoridades terminaron calificando el hecho como actos de verdaderos psicópatas, puesto que sus crímenes fueron premeditados. En el caso de la Universidad Libre la sentencia a prisión a cinco personas como coautores de los delitos de tentativa de homicidio agravado en concurso homogéneo y responsables de los ataques con arma de fuego y garrote de que fueron víctimas en los patios de la institución los basuriegos Óscar Hernández López y Vicente Manjarrez, no tuvo ese final, puesto que a lo largo del fallo se encuentra que se evaluó la enfermedad psicópata de los condenados, por los trastornos mostrados durante sus actos delictivos, los cuales eran premeditados para hacer daño a personas de la calle con el fin de lucrarse con su muerte, toda vez que nunca sintieron remordimiento cuando las estaban asesinando a garrotazos y de un tiro de gracia en la cabeza. De la indemnización a los familiares de los indigentes identificados nunca se supo nada.

     Con la sentencia del Juzgado Segundo Penal del Circuito de Barranquilla se dio por cerrado uno de los casos más macabros de asesinatos en serie en la ciudad, en el que las víctimas fueron personas de la calle, las cuales no tienen dolientes, ni nadie que las reclame. Como lo había dicho alguien: “Más valen muertos que vivos”.

[email protected]