Masacre en la estación

Relato tomado del libro La metamorfosis del cangrejo del escritor Carlos Herrera Delgáns.

El sonido reverberante de un piano de cola se expandía por el centro del pueblo para envolver la estructura republicana de la catedral y seguir su recorrido encantador. Al instante, los transeúntes se sentían transportados a un majestuoso teatro de Europa al vibrar con las sonatas interpretadas por los más grandes maestros del momento. Familias adineradas del pueblo celebraban las fiestas decembrinas al mejor estilo de las experiencias vividas en el Viejo Continente, destino común entre paisanos en los viajes de vacaciones y de compras a la ciudad de Bruselas, por ser esta la que les ofrecía los precios más cómodos de los países europeos.

     Las calles de la espléndida ciudad llegaron a convertirse en epicentro de grandes encuentros familiares y de empresarios de la provincia para departir con el mayor entusiasmo. El chismorrear se apoderaba por momentos de ellas, mientras que ellos centraban sus conversaciones en el jugoso negocio de la fruta exótica como llamaban al banano. Al reaccionar por el tiempo transcurrido se encontraban cubiertos por el gélido aire europeo, del cual se cubrían con finos y gruesos abrigos, guantes, bufandas y gorros para protegerse de la enfermedad de invierno. Ráfagas de humo blanco brotaban de sus bocas como un lago de aguas termales, que era aprovechado por los jóvenes y adultos para sus juegos de temporada.

     La ropa que vestían les daba la apariencia de ser nativos del país extranjero, que les abrió los brazos para recibir a los turistas del Tercer Mundo que habían llegado a gastar enormes sumas de dinero, producto de las ganancias obtenidas por el oro verde, que enriqueció a pocos, pero empobreció a la mayoría que reclamaba de la multinacional extranjera ser reconocidos como sus trabajadores.

    Al salir de los almacenes de ropa, perfumes, telas y accesorios los miembros de la élite de la provincia se encontraban regularmente en un restaurante o un café para proseguir con la conversación interrumpida el día anterior.

   Las compras realizadas en el país extranjero como alfombras, cortinas, vajillas, electrodomésticos, perfumes, abanicos de carey, vitrolas, relojes de péndulo, espejos y pianos de cola eran exhibidas en sus enormes mansiones de arquitectura ecléctica construidas en la época más próspera de la población, lo que le daba al centro del pueblo el entorno de una pequeña ciudad europea, a la que le faltaba para su perfección de temporada, el gélido aire para lucir sus finos trajes polares. En sus inmensos cuartos colgaban el cuadro de la reina de Bélgica, como una forma de veneración a la realeza vitalicia que los acogió para que conocieran la civilización y los placeres de la vida élite de la ciudad.

    La ostentación de pertenecer a familias acomodadas era el fiel reflejo de ser propietarias de grandes plantaciones de banano que vendían a la multinacional extranjera, para formar parte del negocio y también del sistema. La relación se volvió tan familiar que los hijos y familiares de los grandes terratenientes de la zona trabajaban en cargos administrativos en la compañía, que se daba el lujo de poner las condiciones en el negocio, así le arrojara pérdidas al resto de productores nacionales. La empresa tenía el monopolio de la tierra, el agua, los créditos, los ferrocarriles, los muelles, el transporte marítimo, la selección de la fruta y su exportación a los mercados internacionales. Además, tenía el poder de mandar en las propias narices del gobierno colombiano, que poco hacía respetar su soberanía. Por lo que muchos decían que la multinacional actuaba como un Estado dentro del Estado.

    Los malos hábitos traídos de Europa se arraigaron en el pueblo para volverlos cotidianos y se implementaron fácilmente en la población para quedarse para siempre, como las cartas que jugaban las mujeres y los hombres de la élite. Las salas y patios de las enormes mansiones se convirtieron en grandes salones de juego para divertir a las familias de la alta sociedad, quienes fueron contagiando al resto de los habitantes con el síndrome de ludopatía.

    El sonido celestial del piano de cola fue interrumpido bruscamente por un estruendoso ruido que nadie sabía de dónde venía. Al escucharlo, la pianista –una elegante dama de la alta sociedad, quien meses antes había contraído matrimonio con un ruso en una noche de invierno en la basílica de San Juan Bautista de Bruselas, vestía finísimo traje, collares, lucía peinado glamuroso y estaba impregnada de un exquisito perfume, también importado de Europa– se levantó desesperada de la silla alzándose el vestido hasta las rodillas, para emprender una veloz carrera de la sala hasta el cuarto donde se encontraban su esposo y sus hijos.

    –Vladimir, ¿escuchaste lo mismo que yo? – le preguntó la mujer.

    –Claro que sí –dijo–. Hay que llamar al alcalde para averiguar qué está sucediendo.     El servicio público telefónico que prestaba el gobierno a las familias acomodadas del pueblo, como un derecho exclusivo a quienes pertenecían a la élite, infartó por el tráfico de llamadas que entraron al mismo tiempo. Nadie daba respuesta al respecto. Todos se preguntaban lo mismo: ¿Qué fue ese ruido que llevaba un mensaje de rebeldía?

     La noche espesa caía sobre la población para darle un matiz espectral que aterrorizaba por su soledad. El estruendoso ruido obligó a los pobladores a recogerse temprano en sus casas por lo que pudiera ocurrir. Todo era un misterio. Ni las autoridades tuvieron la capacidad de informar lo que estaba sucediendo. Nadie sabía nada. Ni el sacerdote de la catedral se atrevió a preguntar. El alcalde que había sido despojado de su investidura como primera autoridad del pueblo no se encontraba en ese momento. El personero tampoco se halló, y menos el inspector de policía.

     El presidente de la República había nombrado mediante decreto como autoridad civil a un general del mayor reconocimiento en el país, que arribó a la zona por misión especial del ministro de Guerra, debido a las sucesivas cartas escritas por el representante legal de la empresa extranjera donde informaba de una huelga iniciada por los trabajadores, la cual había paralizado las actividades de la compañía. El general llegó para disolver la revuelta de los obreros que exigían que se les reconociera como sus trabajadores.

     La solicitud de los huelguistas estaba recogida en nueve puntos en los que exigían mejores condiciones para desempeñar sus actividades laborales, las cuales realizaban en forma infrahumana, sin recibir primas, vacaciones o ajustes de salarios. Los trabajadores requerían también seguridad social y unas buenas condiciones higiénicas. El pago que recibían era por medio de vales que podían hacerlos efectivos únicamente en los comisariatos de la compañía, adquiriendo obligatoriamente productos traídos del país del norte. Los vales que entregaba la multinacional no tenían valor alguno para comprar en otros establecimientos comerciales. Los gringos habían maniatado el sistema para que la plata no saliera de sus arcas. Decidieron vender más barato que el resto del comercio para evitar de esa manera reclamaciones de los trabajadores solicitando aumento de salarios. La competencia desleal la sintieron los comerciantes que se solidarizaron con los obreros que exigían la eliminación de dicho sistema, toda vez que venía desmejorando su calidad de vida.    

El Gobierno Nacional, la alta sociedad y los empresarios de la región estaban al servicio de la multinacional para disfrutar de las bondades que les ofrecía el negocio del banano. Para que no quedara duda de su monopolio, adquirió una empresa de origen francés que se dedicaba a la exportación de la fruta para sacarla del negocio. Compró las dos mil hectáreas de la sociedad para extender más sus tentáculos en la zona y seguir esclavizando a los trabajadores que eran contratados directamente por los ajusteros, de acuerdo a lo pactado con la compañía, para laborar en las fincas. El personal estaba conformado por: puyeros encargados del corte de la fruta; coleros, los que cargaban los racimos al borde del campo; correros, los que montaban los racimos de bananos a las góndolas, las cuales eran empujadas por bueyes para transportarlas hasta las estaciones, y de ahí los cargadores descargaban en los vagones de las locomotoras la fruta al puerto, para posteriormente cargarla a la flota de barcos de la compañía con destino a diferentes partes del mundo.

    Era deprimente observar el triste espectáculo del cargue de racimos de bananos a las carretas empujadas por enormes bueyes a los que se le sobresalían sus inmensas costillas prehistóricas, que parecían jaulas de pájaros, producto de la mala alimentación. Situación que reflejaba que las cosas no andaban bien. Hombres con poca preparación escolar y mal alimentados, sucumbían en las infinitas extensiones de banano para enfrentar largas jornadas de trabajo bajo el inmenso sol canicular que los azotaba inclementemente y dejaba deshidratados y sin fuerzas para seguir laborando. La poca atención por parte de la empresa era resultado de la inexistente relación laboral y patronal con ellos, y solo les garantizaba el pago de los jornales por medio de vales que les entregaba. Sin embargo, muchos lograban cambiarlos en establecimientos comerciales, los cuales se aprovechaban de la situación cobrándoles altos intereses por su desesperación de obtener dinero en efectivo para llevar a sus casas o para festejar un fin de semana en una de las ‘academias’, que se encontraban a los alrededores de la estación del ferrocarril, con mujeres extranjeras, a las que los dueños de los establecimientos llamaban ‘académicas’.

     Una de las pocas diversiones que existían en el pueblo para darle rienda suelta al entusiasmo desbordante y lujurioso de los hombres era estar con una mujer de placer, de las que muchos decían no eran parisinas sino traídas del interior del país por su color de piel blanca, prominentes caderas, desbordantes senos, cabellos lisos y alta estatura. Al interior de la ‘academia’, el ambiente era majestuoso y contagiante. La atención era inmediata para envolver al cliente y hacerlo sentir cómodo y a gusto.      Un estibador mestizo, de cuerpo atlético, de unos 29 años de edad, 1.72 metros de estatura, de pómulos hundidos que parecían unos ganchos de colgar ropa, de inmensas manos con dedos de espátula, pelo ondulado, quien no había terminado el tercer año de primaria, había logrado cambiar uno de los vales por dinero en efectivo a un tendero del pueblo para gastarlo en un poco de diversión. Cuando ya estaba en la estación del ferrocarril, tuvo la sensación de haber estado antes en ese lugar. El olor a salitre era penetrante, que hasta los zapatos comenzaron a cuarteársele al quedar cubiertos con una espesa capa blanca, que no era nieve sino sal.

     La lluvia caída la noche anterior, convirtió el lugar en un inmenso lodazal que a medida que avanzaba se hundía como si estuviera atrapado en arenas movedizas. Se quedó inmóvil para no seguir hundiéndose. Llegó a pensar con los ojos cerrados, como si su alma se hubiese desprendido del cuerpo para realizar un viaje astral, que se encontraba en el fuego cruzado entre dos bandos donde las balas disparadas le rozaban el cuerpo sin lograr herirlo, pero cuando volteó, el reguero humano era indescifrable. El fango revuelto con salitre exhalaba un olor putrefacto como a gallinazo muerto, lo que lo hizo reaccionar para salir disparado del sitio y llegar a una cantina en la que se hallaban varios hombres dialogando afuera. Preguntó a uno de ellos por la Academia Casa Verde. Este le indicó con la mano derecha erguida que estaba al frente de ella. Se impresionó por el ambiente hostil que se respiraba en la estación. No había lugar donde no se hablara de la compañía bananera.

     La situación de los trabajadores y de los comerciantes con la multinacional extranjera se encontraba en su peor momento, por la posición irracional de los gringos de decidir cerrar todos los canales de diálogo con los representantes de los trabajadores, que insistían por todos los medios en obligar a la empresa a sentarse a concertar la situación laboral de más de 25.000 trabajadores, contratados directamente por los ajusteros y no por la multinacional, que sostenía que los contratistas no eran sus obreros, pero en el pago de los salarios les descontaba un dos por ciento para la prestación del servicio de salud, que nunca recibieron y si lo prestaban, era de mala calidad. Quien llegaba enfermo al hospital de la compañía terminaba muriéndose por la falta de atención médica y de medicamentos, que muchas veces eran recetados para otras enfermedades y no para las que padecía el trabajador.

     Una vez al joven estibador le dijeron dónde quedaba la Academia Casa Verde, inmensa casa de tablas con techo de tejas españolas y cubierta de pintura de barco de color verde, se dirigió a ella para averiguar sus encantos, tal como se la habían descrito varios compañeros de trabajo que le hablaron maravillas del lugar, y quedó fascinado con el sitio. Decidió llegar solo para no dejar huellas o testigos de su presencia en el burdel.

     –¿Qué le puedo ofrecer caballero? –preguntó la mesera.

     –Bueno, ¿qué tienes de tomar? –replicó el estibador un poco nervioso por encontrarse solo, toda vez que era la segunda ocasión que entraba a un sitio de placeres.

    –Cerveza, aguardiente, ron y whisky –dijo la mesera.

    –Tenga la amabilidad y me trae dos cervezas –dijo el estibador.

    –¿Se va a tomar dos cervezas al mismo tiempo? –preguntó la mesera.

    –Claro que no –dijo–. La otra es para una amiga.

    –Comprendo –dijo la mesera–. Vino en son de conquista.

    –Si quiere bailar con una de las chicas que están en la barra tiene que cancelar el cartón –dijo la mesera.

     –Entiendo –replicó el estibador.

    Música de despecho, cumbia, porro y hasta el baile del Charlestón retumbaban en el establecimiento, en el que se encontraban militares, empleados de la multinacional extranjera y personas de la élite del pueblo, que se escaparon para pasar un rato con las aventureras mujeres. Los militares tenían demarcado el territorio, al punto que muchas de las ‘académicas’ no podían bailar con todo el que comprara el cartón. Las más altas y delgadas eran exclusivas del capitán Córdoba, un oficial de las fuerzas militares acantonado en el cuartel del ejército ubicado en el centro del pueblo. El militar decidió también tomar el mando del putiadero para que no se le saliera de control la población que comenzaba a vivir días difíciles.

     Al estibador le tocó tomarse las dos cervezas porque las putas con que quería bailar eran del dominio militar. Meterse en ese campo minado era quedar lisiado en una pierna o en un brazo o encerrado en los calabozos de la cárcel del pueblo. Decidió entonces buscar una chica de menor rango para pasar la noche.

     El arbolito de navidad ubicado a un costado de la entrada del negocio le daba un ambiente navideño y de paz al sitio por lo que resolvió comprar el cartón para escoger a bailar a una chica saporrita, peluda en los brazos y que lucía unos atuendos extraños. A la distancia tenía un aspecto de hechicera, pero cuando estuvo cerca de ella parecía una espiritista. No era bonita, pero sí muy graciosa. No tenía una gran figura, pero era coqueta. Tenía el mejor sexapil del burdel. Su forma de bailar seducía y encantaba, lo que permitió al estibador, que en principio se mostró tímido, sentirse atraído por la mujer y al preguntarle el nombre quedó más encantado. Su voz era romántica y dulce. Cuando hablaba parecía que estuviera declamando poemas de amor. Al terminar el disco la invitó a que lo acompañara a la mesa. A pesar de que él era más alto que ella, no le importó la diferencia en centímetros. Por primera vez se sintió cómodo con una mujer de aventuras. Claro, era la segunda ocasión en la que entraba a un sitio de prostitutas.

     –Mucho gusto –dijo el estibador–. Me llamo Santiago Quintana.

     –Me llamo Belkis, la gitana –dijo.

     –¿La gitana?  –preguntó él.

     –Así es. ¿No ves que visto como una gitana? –también preguntó ella.

     –¡Ah, claro! No lo había notado –dijo.

     –¿A qué te dedicas? –replicó ella.

     –Soy estibador en el puerto –respondió él.

     –Muchos trabajadores de la compañía gringa vienen a este negocio a divertirse un poco –dijo ella.

     –No soy trabajador de la compañía, soy contratista –dijo–. ¿A qué clase de aventuras te refieres?

     –Depende como traigas el bolsillo, así se te ofrece el servicio.

     –Comprendo –dijo él–. Tú eres una de esas.

     –Así es. Es mi trabajo. No vivo del amor, sino del placer.

     –¿Te tomas una cerveza? –preguntó él.

     –Claro, pero si bailamos –respondió ella.

     Se sentía motivado, por lo que no le dio mayor importancia a que transcurriera el tiempo. Sabía que el encanto de la mujer era seducirlo mediante el baile para sacarle la plata por un polvo de gallo. Coincidencialmente el canto de un gallo rompió con la magia del sitio para darle un aspecto de gallinero de mala muerte. Al fondo del negocio había un criadero de pollos criollos con gallinas de guinea. La propietaria del burdel, una mujer alta y corpulenta de una gran masa abdominal que lucía una pañoleta de colores envuelta en la cabeza para tapar su calvicie, enfureció con ganas de explotar, lanzando su grito de autoridad.

     –¡Callen a ese maldito gallo!

     El sitio quedó en silencio por un momento por el grito salvaje de la mujer, que fue sofocado por el baile de las ‘académicas’, que coordinadamente sacaron a bailar a sus parejas para sembrar un manto de confusión a los clientes que apretaban las caderas de las hermosas mujeres y dejar todo en completa normalidad. Como si no hubiese sucedido nada.

     –Son gajes del oficio –dijo la gitana.

     –Comprendo –dijo el estibador.

     –¿Qué hora es?

     –Son las once de la noche.

     –Te vas sin la noche amorosa.

     –Será en otra oportunidad, cariño.

–Claro. Espero que regreses.

     –Regresaré, no te preocupes –dijo–. Te pago las cervezas y el valor de tu noche amorosa.

     De repente a un costado del negocio se levantó de la mesa una esbelta mujer rubia, de caderas de ponchera, con una culifalda que mostraba las puntas de las nalgas, inmensos senos que se desbordaban como ríos de su diminuta blusa, lucía el mismo corte de cabello de Greta Garbo y se dirigía a la pieza cogida de la mano del capital Córdoba que estaba un poco ebrio, desatendido de la situación que se gestaba en el pueblo. Se perdieron por el oscuro pasadizo que conducía a la pieza de la rubia mujer para no vérsele más.

     –¿Quién es ella? –preguntó el estibador.

     –Es la francesa –dijo la gitana.

    A esa misma hora los sindicalistas, después de largas horas de discusión en la casa del representante del Sindicato de Trabajadores del Ferrocarril, un mulato alto de Curazao que llegó por estas tierras en busca de una mejor vida, decidieron votar la huelga como represalia contra la compañía, que se mostró arrogante en no escuchar las peticiones de los trabajadores. La comisión que se escogió días antes para representar a los obreros ni siquiera fue recibida por los gringos que terminaron tirándole la puerta en sus propias narices con el argumento de que estos como los contratistas no eran obreros de la compañía. Por mucho que insistieron, la multinacional poca importancia les daba por poseer el dominio absoluto sobre el negocio de la fruta, que comenzó a tener los primeros contratiempos en la producción y exportación, por la decisión de los trabajadores de parar el corte, la recolección y el transporte del banano.

    –Esos desgraciados gringos no van a ceder –dijo uno de los directivos de la agremiación–. Hay que salir a la calle a presionar.

    La decisión fatal de parar toda actividad laboral se extendió como pólvora por la zona bananera que acató el llamado de la organización que buscaba presionar a la compañía para que se sentara a negociar el pliego petitorio, con el fin de mejorar las condiciones laborales y salariales de los trabajadores, que querían dejar de comer el jamón de Virginia para consumir sus propios productos criollos. El sistema de canje de vale por salario era una forma de esclavismo encubierto, que no era visto así por el Gobierno Nacional, sino que únicamente se mostraba satisfecho por los beneficios que traía la multinacional gringa al país.

     La Comisión de Baldíos que creó el gobierno para proteger las tierras áridas contra la usurpación fue irrespetada por la compañía y por los productores nacionales, por la decisión de la comisión de evitar que la multinacional desviara el curso del río por medio de diques para regar sus sembrados. La empresa bananera terminó acudiendo a sus influencias ante las autoridades locales para encarcelar a los representantes del gobierno por la posición adoptada. 

     Una vez los trabajadores paralizaron toda actividad laboral en la zona, los telegramas enviados por el representante de la compañía y los productores al Gobierno Nacional fueron oídos para ponerle la mayor atención a la situación que se le había salido de las manos a la empresa, que veía amenazada su actividad exportadora.

     –Los comunistas se nos metieron en la zona –dijo un alto funcionario de la compañía.

     –Esas son vainas de los liberales que quieren tumbar el gobierno conservador del presidente Abadía Méndez –dijo un funcionario del gobierno.

     –Ese no es problema de la compañía –dijo–. Actúen para controlar la situación en la que se está perjudicando la empresa, de la cual tiene conocimiento el gobierno estadounidense.

     –No se preocupen, enseguida tomamos cartas en el asunto para solucionar de una vez por todas el impase –dijo el funcionario.

     Al día siguiente de haber estallado la huelga, el gobierno conservador nombró como Jefe Civil para la zona bananera al general Carlos Cortés Vargas, quien se encontraba acantonado en la ciudad de Barranquilla, para que se encargara de la situación. Este desplegó tres batallones del ejército en la zona para hacerle frente a la huelga de los trabajadores, que paralizaron la actividad de la empresa, que en el fondo no la afectaba por la producción que tenía en otros países de la región, la cual según ella suplía la crisis en la provincia, que comenzó a coger fuerza cuando los trabajadores, pequeños cultivadores criollos, campesinos y comerciantes se unieron para enfrentar a la compañía que estaba empobreciéndolos por el monopolio que tenía del negocio, del que se dice, gozaba del respaldo del Gobierno Nacional.

     Los días transcurrieron y la compañía se mostró reacia a negociar los puntos planteados por los trabajadores que sintieron también el desgaste de la huelga, nunca antes vista en la zona. Las dos huelgas que le antecedieron no prosperaron por la débil posición de sus negociantes, que terminaron entregando las banderas por un plato de lentejas. Fue lo que se conoció como el sindicalismo amarillo.

     Los comerciantes y pequeños productores del banano que venían respaldando la huelga con el suministro de alimentos, comenzaron a restringir los apoyos para ir debilitándola, sin embargo, esta se extendió a los primeros días del mes de diciembre. La compañía acudió a un plan B: contrató esquiroles para el corte del banano en las fincas para contrarrestar las pérdidas por el cese laboral. Los trabajadores lograron repeler el accionar de la compañía saboteando la labor de los esquiroles. Una vez la fruta era cortada de las matas, la macheteaban para quedar inservible para su transporte y comercialización. La llegada del general Cortés Vargas fue precisamente para detener a los huelguistas con el fin de no irritar al gobierno norteamericano que amenazaba con una invasión al país si algo le sucedía a sus nacionales. Se dijo que una fragata gringa estaba merodeando las aguas de la Costa Atlántica para intervenir en el momento en que los funcionarios de la compañía corrieran peligro. Fue una cortina de humo lanzada por el general para justificar su llegada a la zona.

     La compañía le entregó todo su apoyo al castrense para sofocar a los huelguistas que eran superiores en número a los militares desplegados en la provincia. Los alimentos de las tropas eran suministrados desde los comisariatos de la multinacional, como la gasolina a los vehículos militares para el patrullaje en el territorio. E incluso, una urbanización en el corazón de la zona bananera fue puesta a su disposición para el descanso. Los gringos en su desesperación de acabar rápido la huelga decidieron cortejar a los militares para tenerlos de su lado. Elegantes recepciones eran ofrecidas a los castrenses de mayor rango, en las que se contrataban a las mejores orquestas musicales del momento para amenizar las fiestas. Vinos y whisky importados y grandes comilonas les brindaban para que estuvieran a la orden de la compañía. Adentro, los juegos de azar ocupaban la atención de los norteamericanos, que apostaban en un juego de cartas a sus mujeres como premio mayor. El que ganaba se llevaba la mujer del que perdía.

     Los nativos del pueblo se acercaban sigilosamente al sitio a chismorrear, logrando ver prostitutas bailando desnudas con un velón en la mano, que era utilizado como mechero para prender fajos de billetes verdes y encender los habanos importados de Cuba, los cuales fumaban los altos directivos de la compañía.      Los militares fueron complacidos por la multinacional que hasta se dijo que les pagaba sueldos con tal de repeler la avanzada de los huelguistas, que veían que la empresa no daba el brazo a torcer a sus peticiones. En el comercio se percibía a los militares pagar sus compras con billetes de quinientos pesos oro, cuando sus sueldos no alcanzaban a llegar a un peso con cincuenta centavos.

     La desesperación se fue prolongando en las filas irreverentes que se sintieron acosadas por las tropas que cada día capturaban más trabajadores para encerrarlos en cuartos improvisados en los pueblos o en vagones de las locomotoras que ardían por el canicular sol del día para achicharrarlos. Toda una persecución infernal se desató contra los obreros que no eran revolucionarios sino pacifistas, que exigían unas mejores condiciones para realizar sus actividades, no las que les ofrecía la compañía en los campamentos improvisados que levantaba, donde la situación de insalubridad era deprimente. Sin agua potable, sin ventilación, sin duchas para bañarse; letrinas rebosadas de tanta mierda y hacinamiento en los cuartos de tres por tres donde dormían hasta diez personas que al extender sus camas, –esteras de hojas de guineo, para descansar de las largas jornadas– eran atacados en la oscuridad por un ejército de chinches durante la noche. Exigían también excelentes hospitales para una mejor prestación del servicio de salud, ya que la empresa le descontaba de su salario un dos por ciento para este servicio.

     Cuando acudían enfermos al destartalado hospital de la compañía le recetaban quinina para el paludismo, malaria, diarrea, fiebre amarilla, dolor de muelas, dolor de estómago, dolor de cabeza, y sulfato de magnesio para regular la función de los músculos y el sistema nervioso, los niveles de azúcar en la sangre, y la presión sanguínea. Enfermedades estas sumadas a la tuberculosis, parásitos intestinales, gastroenteritis infantil y enfermedades venéreas le daban poca probabilidad de vida a los trabajadores para llegar a ver la vejez.

     El desgaste de la huelga comenzó a sentirse en las filas de los trabajadores y por orden del Comité Ejecutivo del sindicato tomaron una decisión rápida y pronta por su posible frustración. A las once de la noche acordaron marchar bien temprano hacia la ciudad de Santa Marta para solicitarle al gobernador del departamento que interviniera ante la compañía para convencerla a sentarse a negociar con los trabajadores. Era una medida de desesperación debido a las pocas opciones que tenían de seguir en la protesta que se estaba quedando sin aliados por el retiro de los comerciantes y de los pequeños cultivadores que se habían ‘quebrado’ por su duración.      Las voces de convocatoria a la reunión en la estación del ferrocarril corrieron como pólvora por toda la provincia, que sentía la temperatura de la situación que se estaba viviendo, y que los trabajadores necesitaban resolver de una vez por todas para que se hiciera justicia. Los mensajeros enviados por la Unión Sindical a la zona bananera fueron confirmados como los primeros grupos que llegaron en las horas de la tarde del día siguiente al lugar acordado. Cada hora que transcurría del día era el fiel reflejo del arribo de los obreros que con sus mujeres e hijos comenzaron a colmar la estación que se encontraba enchumbada por el fuerte aguacero caído la noche anterior. A pesar de ser una temporada seca, un fenómeno atípico se presentaba sobre el pueblo como una especie de diluvio para limpiar las atrocidades.

     La estación lucía abarrotada de manifestantes como una final de un partido de fútbol. Las ventas estacionarias disfrutaban el momento de oro por el aumento en el volumen. Cada vez llegaba más gente. Un inmenso cuadro del libertador Simón Bolívar surcaba por la multitud que agitaba las banderas de la República para gritar en coro: ¡Viva Colombia libre! ¡Viva el ejército! La noche cubrió la principal plaza del pueblo que se confundía con el gentío y las arengas de sus gestores que se pusieron al frente para liderar la más grande rebelión realizada contra una multinacional extranjera, que llegó al país a explotarlos en las peores condiciones laborales. Sentían que la victoria estaba cerca, faltaba únicamente esperar a que amaneciera para marchar hacia la ciudad capital. La empresa prefirió acudir a la represión para sofocar la protesta que estaba siendo liderada por actores externos de la región. Los altos funcionarios de la compañía comunicaron que los comunistas estaban infiltrados para influir en la lucha patronal de los trabajadores.

     El Gobierno Nacional sospechaba que la revuelta de los obreros era una patraña de los liberales para desestabilizarlo y tumbarlo del poder. Era una vieja táctica de ataque para crear la crisis e influir en los electores al momento de votar. Dos grandes dirigentes rojos estaban en la organización de la huelga y aprovecharon la ocasión para hacer proselitismo político, nada desaprovechable en plena precampaña electoral para elegir un nuevo presidente de la República.

     Las elecciones presidenciales estaban fijadas para el mes de febrero de 1930, en las que los godos aspiraban a mantenerse en la presidencia después de 40 años. Los conservadores comenzaron a desmoronarse por el desgaste en el poder. Los liberales vieron que era el momento de tumbar a su archienemigo de la Casa de Nariño, por lo que postularon el nombre del doctor Enrique Olaya Herrera, quien terminó siendo elegido presidente de la República para acabar con la hegemonía conservadora. A Olaya se le llamó en su momento el verdugo azul.

     Minutos después, cientos de botas de militares comenzaron a desfilar por las principales calles del pueblo, hasta la estación del ferrocarril en donde se hallaban reunidas miles de personas venidas de diferentes zonas de la región. Esposas e hijos decidieron acompañar a los trabajadores para presionar a la multinacional extranjera que los reconociera como tales, luego que la comisión negociadora escogida por unanimidad por el sindicato fracasara en sus intentos de negociar con ella el pliego petitorio, ya que el gerente de la empresa se rehusó a recibirlos.

     –No tienen ningún derecho a reclamar, puesto que no son trabajadores directos de la empresa –dijo uno de sus altos funcionarios.

     Las tropas con pesados morrales, cantimploras y fusiles con bayonetas llegaron a la estación comandadas por el general Carlos Cortés Vargas, que días antes había reemplazado 300 soldados costeños, que se habían hecho amigos de los huelguistas por tener el mismo acento de la región, por antioqueños y boyacenses para repeler la huelga que estaba erguida y unida.

     –Ese general es un godo retrógrado que vino a desbaratar la reunión –dijo un trabajador al resto de compañeros que se encontraban a su lado en la estación.

    –Tiene pinta de actor de cine por sus facciones de gringo –dijo otro.

    –Está del lado de la compañía –dijo otro más–. Porque defiende a los extranjeros como gato boca arriba.

     La estación estaba abarrotada por miles de almas dispuestas a llegar hasta las últimas consecuencias con la huelga. El general, –un militar con todos los honores en la carrera militar, miembro de la Academia Colombiana de Historia, quien protagonizó y escribió lo sucedido–, aglomeró a sus hombres en el costado norte de la estación para tener una visibilidad perfecta de la situación, cuya reacción fue de miedo por primera vez, puesto que no desestimaba la superioridad de los trabajadores. Eran más de 300 soldados enfrentados a miles de personas. Tenía las armas, lo que le daba confianza a la hora de entrar a la confrontación. Sabía que los obreros no eran hombres de lucha, por no tener esa formación, por lo que prefirió esperar la decisión de su superior jerárquico para actuar.      Los trabajadores habían dejado en la sede del sindicato sus únicas armas, los machetes, que en el fondo eran sus herramientas de trabajo. No llegaron a pelear sino a congregarse. No estaban preparados para un enfrentamiento con las fuerzas del orden y mucho menos con los militares, que arribaron a la estación armados hasta los dientes. Los líderes de la huelga vieron en las caras de los militares una expresión de guerra como si fueran a enfrentar al peor de sus enemigos. Tomaron posición de combate a la espera de que el superior diera la última orden para proceder.

     La noche se volvió oscura y boscosa. Los mosquitos tigres, diminutos animalitos capaces de reproducirse en una gota de agua para causar las más grandes epidemias, iniciaron su ataque insaciable contra los visitantes en la estación. Estridentes manotazos en las espaldas, nucas, piernas y brazos sintieron los soldados que pensaron por un momento que los obreros se estaban reagrupando para atacar. Muchos mosquitos murieron en su intento de alimentarse, otros lograron succionar la sangre de sus víctimas para darle prolongación a otra generación de zancudos. Lo que no lograron visibilizar los huelguistas fueron las ametralladoras austrohúngaras Schwarzlose de 7 mm, modelo 1912, utilizadas en la Primera Guerra Mundial, montadas en sus trípodes apuntándoles. Una bala vomitada por una de las ametralladoras podía atravesar cinco personas al mismo tiempo. Su mayor poder destructivo era su capacidad de disparar 580 balas por minuto y barrer a los huelguistas en un instante. Los soldados estaban armados con fusiles Mauser con un cañón de 740 mm, alcance de 1.400 metros y una velocidad de 850 metros por segundo. Un arma letal de la que se dijo disparaba balas dum dum, las cuales pueden explotar dos veces sobre su objetivo: la primera vez, cuando daba en el blanco y la segunda en su recorrido lograba impactar en un hueso. Fusiles a los que se les cargaba una bayoneta de 30 cms de largo, para rematar a sus víctimas.     

Las mujeres prendieron fogatas para iluminar la noche y espantar la ola de zancudos que comenzó a retirarse para darle tranquilidad a la multitud que sufría con el asfixiante calor producido por la alta humedad en el pueblo, el cual era rodeado por ciénagas y el mar. No había posibilidad alguna que las brisas decembrinas acamparan en el sitio. Al filo de las doce de la noche el general Carlos Cortés Vargas recibió lo que esperaba ansiosamente, la decisión presidencial para actuar contra los indefensos obreros que con el golpe de tamboras y las arengas de ¡Viva Colombia libre! ¡Viva el ejército!, esperaban que amaneciera para dirigirse a su destino. El decreto No. 1 de 5 de diciembre de 1928 firmado por el presidente Miguel Abadía Méndez, proclamaba turbado el orden público en la provincia de Santa Marta y se le nombraba al general Jefe Civil y Militar para dicha provincia. El general se posesionó al instante para expedir su propio decreto, el No. 4 con la misma fecha, en el que resumía la situación en tres artículos. El primero ordenaba que se declaraba como cuadrilla de malhechores a los revoltosos, incendiarios; el segundo facultaba a la fuerza pública a perseguir a los auxiliares de la huelga a responder por su participación en esta, y el tercero, castigar por las armas a aquellos que sorprendiera in franganti en delitos, como saqueo y ataque a mano armada.

     El decreto expedido por el mismo general incendió aún más el ambiente en la estación al declarar objetivo militar a toda persona que perturbara la tranquilidad en la provincia permitiéndole dispararle a matar o en el evento de ser capturada, encarcelarla y ponerla a disposición del general, que fue revestido de las facultades de un dictador, haciendo lo que la compañía esperaba: reprimir a los huelguistas para doblegarlos a abortar la huelga que bastante daño le estaba produciendo  a  la multinacional  como  a los productores nacionales. Estos últimos acudieron a las bondades de la empresa para que les concediera créditos y reactivar su actividad en la zona, que comenzó a sentir la verdadera dimensión de la protesta.  

     Las horas de la huelga estaban contadas. El general que esperó hasta el último minuto, ordenó al capitán Córdoba leer los decretos a los huelguistas para que conocieran la decisión del Gobierno Nacional. Con el megáfono pegado en la boca el militar comenzó leyendo el decreto presidencial. La multitud guardó silencio para escuchar lo que decía. Varios de los trabajadores lograron reconocerlo en una noche de borrachera en la Academia Casa Verde. Era uno de los mandamases en el burdel.

     –Es el mismo militar que frecuenta la ‘academia’ –dijo uno–. Es el principal cliente de la francesa.

     –Así es –dijo otro–. Ahí nada se mueve sin su consentimiento. Tanto las dueñas del burdel como él dan las órdenes.

     El joven estibador mestizo que se encontraba en la concentración pudo reconocer al capitán el día que entró por primera vez al burdel. Lo recuerda por su estatura, bigotes y el uniforme que llevaba puesto ese día, el mismo que lucía en ese preciso momento. Grabó tanto su imagen que a la distancia en que se encontraba de él logró visualizar la cicatriz que desnudaba en su mano derecha al momento de alzar el megáfono. Era una marca que le dejó para toda la vida la francesa en una noche de reclamos, en la que logró protegerse con la mano para que no le arañara la cara. El castrense siempre dijo que fue un accidente en su casa con el gato de la familia.      

Una vez el militar terminó con el decreto presidencial procedió a leer seguidamente el decreto del general que había sido firmado también por el mayor Enrique García Isaza, en su calidad de secretario. Cuando comenzó a leer el artículo primero en el que se decretaba cuadrilla de malhechores a los revoltosos, la multitud se impacientó y logró abuchearlo, pero prosiguió ininterrumpidamente con la lectura. Se escuchó estruendosamente de las gargantas de miles de huelguistas las arengas: ¡Viva Colombia libre! ¡Viva el ejército! Las ametralladoras y los fusiles seguían apuntando a la multitud como una forma de intimidarlos, y los huelguistas estaban convencidos que los soldados no dispararían por encontrarse indefensos, solamente portaban sus mochilas y sombreros. Los llantos de los niños se escuchaban en el centro como a los costados de la multitud que seguía erguida e impaciente a que el castrense terminara de leer los decretos. “Los decretos los firman, el primero el presidente de la República Miguel Abadía Méndez, y el segundo el general Carlos Cortés Vargas y el secretario mayor Enrique García Isaza. Los decretos han sido debidamente leídos mi general”, dijo el capitán Córdoba.

     A la una y media de la madrugada del 6 de diciembre se escuchó el canto de un gallo presagiando lo que iba a suceder y después el primer toque de la corneta por orden del general, como señal de advertencia para que los huelguistas retrocedieran de lo contrario, dispararían.

     La multitud quedó inmóvil, desatendida del procedimiento realizado por el ejército. Los organizadores de la huelga ordenaron que nadie se moviera antes que los militares se retiraran para ellos proceder con su marcha a la provincia de Santa Marta una vez amaneciera. Ellos eran conscientes de que la única oportunidad que tenían de presionar a la multinacional para negociar era protestar ante el gobernador del departamento, quien después de haberles anunciado su llegada en compañía del gerente para reunirse y revisar los puntos del pliego, les incumplió.

     El segundo sonido de la corneta se hizo extensivo. Los militares formaron para proceder a la orden que le fuera impartida por el superior. El general Cortés Vargas vio que los huelguistas no se movían. Sintió más deshonra por el ejército al ver que no era respetado en su honor y en su fuerza. “Prepárense a disparar”, dijo. Cuando el capitán Córdoba anunció que se retiraran o dispararían en tres minutos, un grito vagabundo salió de las entrañas de la manifestación para sellar la posición de los huelguistas: “¡Les regalamos esos minutos, cabrones!”. El soldado no logró terminar el tercer toque de la corneta, cuando las ametralladoras Schwarzlose y los fusiles Mauser comenzaron a vomitar fuego contra la multitud que caía como gajos de guineos al suelo salitroso y fangoso. Fueron varias las descargas realizadas por las tropas para eliminar a los revoltosos, como ellos los llamaban. Cuerpos de hombres, mujeres y niños y hasta de animales caían abatidos por las balas oficiales disparadas por los soldados que no dudaron en obedecer las órdenes del general.

     Una vez las letales armas descargaron su artillería dejando una montaña de vainillas vacías como muestra de su ataque sanguinario, la estación quedó cubierta por el humo de la pólvora para dificultar la respiración de los huelguistas sobrevivientes del ataque. Minutos después, se escuchó detrás de ellos la segunda orden del general de que avanzaran. Los soldados engancharon en la punta de sus fusiles las bayonetas para dar el golpe de gracia a sus enemigos. Los sobrevivientes en la estación lograron correr para salvar sus vidas. Muchos derribaron puertas para esconderse de las balas oficiales. Un grupo de huelguistas pudo ingresar a la catedral, con tal mala suerte que fueron alcanzados por los uniformados que los fusilaron en el altar, para manchar el templo sagrado de sangre inocente. Razón les asiste a los feligreses de la iglesia al decir que el santo patrono del pueblo sigue llorando a sus muertos.

     Horas antes, el ejército había dado la orden a todo establecimiento comercial que cerrara sus puertas para evitar daños materiales que lamentar. Los muertos eran incontables. El reguero humano era espeluznante. Nunca antes se había visto una escena tan macabra en la estación del ferrocarril, que se acostumbró al bullicio por el movimiento del banano. Locomotoras con la figura de un gusano ciempiés llegaban en las horas de la madrugada a recoger el personal para transportarlo a las plantaciones. Los heridos indefensos en el suelo fueron rematados con las puntas de las bayonetas para no dejar a nadie con vida en la estación. Muchos heridos lograron salvarse de morir rematados por los militares porque sus compañeros pudieron montárselos en los hombros para huir con ellos. Una vez el ejército tomó control del sitio, el general dio la orden de que lo acordonaran para que nadie se enterara de la masacre.

     Los soldados fueron ubicados en diferentes puntos de la estación del ferrocarril para evitar el ingreso de cualquier persona extraña. Con el estridente ruido del tableteo de las ametralladoras y de los fusiles nadie se atrevió a acercarse por el temor de ser asesinado o capturado. El pueblo quedó aprisionado en sus propias casas hasta nueva orden. Por un momento, el general Carlos Cortés Vargas sintió delirio de grandeza por el espectáculo dejado. Pensó que sus superiores lo recompensarían por la acción realizada, nombrándolo en un alto cargo en el Gobierno Nacional. Por un instante también se sintió como un miserable cobarde por la orden dada de asesinar a inocentes que lo único que reclamaban era mejores condiciones laborales. No eran revolucionarios ni anarquistas sino unos humildes trabajadores del campo.    

  El general procedió a eliminar cualquier evidencia de masacre, por lo que ordenó desalojar del sitio los cuerpos acribillados. Hombres, mujeres, niños y animales yacían tendidos en el lodazal salitroso de la estación con varias perforaciones de armas de fuego. La mayoría presentaba grandes orificios en sus cuerpos por la entrada y salida de las balas capaces de atravesar un riel. Los charcos de sangre inundaban el lugar que había sido testigo de la más cruenta matanza de seres humanos en un pueblo de 27 mil habitantes. El general con sus hombres comenzaron a deshacerse de los cadáveres y de la sangre esparcida en la estación antes de que amaneciera.

     –General, llegaron los camiones –dijo el capitán.

     –Déjenlos pasar para que recojan este reguero –dijo el general, que no abandonó el lugar de barbarie, hasta que amaneció.

      –¿Y los animales muertos?

     –Échenselos a los gallinazos para que se los coman.

     Un chofer de la Alcaldía y un hombre apodado ‘El Negro’, contratado por el ejército, conducían los dos camiones marca Chevrolet, los cuales fueron obligados a transportar los cadáveres a distintos lugares del pueblo. En la playa, en el sitio conocido como Callejón Ancho dejaron más de doscientos muertos, que fueron montados, por intimidación de los soldados que custodiaban los camiones, a las canoas de los pescadores que se encontraban en esos momentos en sus faenas de pesca, para ser llevados a un barco en alta mar. Los camioneros se regresaron para hacer otros viajes de muertos. El segundo viaje fue cerca al matadero municipal, donde los soldados cavaron varias fosas comunes profundas para enterrar más de cien de ellos. Taparon las fosas con estiércol de las vacas que eran sacrificadas en el degolladero para no dejar rastro alguno.

     –El resto llévenlos a los playones, para que se los coma el salitre –dijo el general.

     En el tercer viaje realizado por los camioneros, transportaron más de doscientos cadáveres a los playones inhóspitos de Aguacoca, donde fueron enterrados en otras fosas comunes para desaparecer en el inframundo. Pareciera que la tierra se los hubiese tragado porque nunca se logró encontrar siquiera un hueso de ellos. Una vez los soldados abandonaron el lugar, gigantes cangrejos azules con enormes caparazones comenzaron a salir de sus hoyos para desenterrar los cuerpos y arrastrarlos a sus madrigueras y guardar alimento varios años. De ahí que se diga que tiempo después de la masacre no se encontraron los huesos de los muertos enterrados, porque el salitre y los crustáceos los habían devorado.

     Muchas personas que despertaban de su largo sueño nocturno sintieron varias veces el ruido del paso de los camiones por el frente de sus casas, sin imaginar lo que transportaban. Una locomotora de la compañía llegó también en cuestión de minutos a la estación del ferrocarril para arrear los cuerpos sin vida de los huelguistas, que fueron arrumados como gajos de guineos en cada uno de sus vagones con destino al puerto. Soldados ubicados en sus techos sintieron quejidos de sobrevivientes que se arrastraban encima de los muertos pidiendo ayuda, siendo rematados con tiros de gracia para terminar de una vez por todas con su agonía. Pobladores dijeron que lograron ver destellos de luz en el interior del tren a su paso por las poblaciones de la zona bananera como si estuvieran prendiendo un fogón con una mechera y la brisa lo impidiera.

     Una vez el tren hizo su arribo al puerto, los cargadores comenzaron el descargue de los cadáveres, a uno de los barcos de la flota para perderse en alta mar y arrojarlos al océano como alimento de los depredadores marinos. Todo un misterio que no se ha podido resolver, como si fuera un caso cerrado por las mismas autoridades que ejecutaron la operación. El general logró en cuestión de horas desaparecer los cientos de cuerpos, incluso, la sangre derramada y las vainillas de las balas disparadas. Únicamente quedaron como evidencia los cuerpos de nueve obreros como símbolo de los nueve puntos del pliego petitorio. “Hay tienen los nueve puntos de las peticiones muertas”, dijo el coronel Pérez en avanzado estado de alicoramiento. No había sentido siquiera las ráfagas de las ametralladoras ni la explosión de las balas dum dum dirigidas contra los huelguistas. Una forma de burla para deslegitimar la lucha de los trabajadores que se sintieron derrotados y perseguidos por las tropas del ejército colombiano.

     A la seis de la mañana, cuando no había rastro de la masacre, el general ordenó el ingreso de dos funcionarios de la Alcaldía, el sacerdote y dos médicos del pueblo para que hicieran el levantamiento de los cadáveres. Los médicos Abrahán Cadavid y Carlos Monsalve registraron en sus informes la muerte de nueve malhechores abatidos por el ejército colombiano en cumplimiento a los decretos expedidos por la Presidencia de la República y por el Jefe Civil y Militar de la provincia de Santa Marta. El personero, el secretario municipal y el cura como los galenos no pudieron revelar, por mucho que quisieran, detalles del estado de los cuerpos encontrados. Nunca se logró conocer el acta de levantamiento de cadáveres para establecer las causas de las muertes de los huelguistas en la estación del ferrocarril.

     Los militares intimidaron a los cinco únicos testigos de las muertes para que lo visto y reportado no saliera a la luz pública. Sin embargo, un médico del destartalado hospital del pueblo logró cerciorarse que las balas utilizadas por los militares contra los huelguistas eran dum dum, proyectiles letales prohibidos por la Convención de La Haya en 1899. La noticia se hizo pública por las declaraciones que dio el galeno a un medio de comunicación y se regó por toda la región.

     El escándalo salpicó al general Cortés Vargas que de inmediato dio la orden de capturar al médico responsable del hecho, quien se encontraba en el instante de la captura atendiendo un parto de gemelos en el hospital. Al momento de recibir el segundo bebé fue capturado sin consideración alguna. Lo montaron al camión sin mayor explicación. Para que quedara de escarmiento a los cinco testigos de los nueve muertos en la estación, el médico fue condenado por los delitos de calumnia y sedición, y sometido a la mayor humillación humana: recoger la mierda y el meado de los presos de la penitenciaría. El exterminio contra los malhechores continuó en la zona bananera donde los trabajadores reportaron otras matanzas, que fueron minimizadas por el general Cortés Vargas, quien era la misma autoridad civil y militar de la provincia. 

     El ruido estruendoso que congeló el sonido agudo del piano de cola había sido el grito de miles de personas concentradas en la estación del ferrocarril que coreaban: ¡Viva Colombia libre! ¡Viva el ejército!

     A los nueve muertos de la estación del ferrocarril se les dio cristiana sepultura en el ‘cementerio de los pobres’, al lado de los familiares de importantes bananeros, de los que se decía que no se bañaban en el mar porque este era un placer de la plebe, y no comían el ‘cayeye’ que los enriquecía, pues este era un alimento para los trabajadores de la zona bananera.

     Días después, en las plantaciones de banano todo siguió su curso, los trabajadores empezaron a reincorporarse a sus labores y las locomotoras continuaron llegando periódicamente a recogerlos como si nada hubiese sucedido, aunque muchos sobrevivientes de la matanza en la estación del ferrocarril estaban seguros de que los muertos fueron cientos y los heridos también.

     –Llegaron a exterminarnos, no a negociar –dijo uno de los huelguistas testigo de la masacre.