Matías, el ratoncito doméstico – (Segunda historia)

Afuera de la pequeña casa de balcón y de tejas de arena de playa colgaba en la ventana de hierro un pequeño aviso en el cual se leía: Clínica de ropa: arreglamos prendas viejas y nuevas. La costurera, una elegante mujer que bordeaba los 60 años de edad, esbelta y de cabellos cenizos, era conocida en el barrio El Rosario por sus innovadores diseños y por eso la gente requería de sus servicios.

     En el antejardín de piso de cemento ‘Harry Desastre’, en camisilla esqueleto y bermuda rapera, lavaba ‘el escarabajo’ para salir a entregar unos pedidos de perfumes y colonias preparados la noche anterior en su pequeño laboratorio que acondicionó en una de las esquinas de la habitación.

     La mañana era calurosa y el tráfico vehicular de infarto. Las carretillas de vendedores ambulantes circulaban una detrás de otra anunciando en sus megáfonos productos perecederos. Bullicio que alteraba el genio de ‘Harry Desastre’ lo cual hacía que se le hinchara la vena yugular. Los miraba con el rabillo del ojo izquierdo con sobradas ganas de responderles, sin embargo, se contuvo para no cometer una locura que tuviera que lamentar, tal como se lo advertía reiteradamente su señora madre: “lo mejor era no meterse con ese tipo de personas para evitar problemas”.

     Uno de ellos se acercó a Harry a pedirle agua que brotaba de la manguera enroscada en forma de serpiente para llenar un recipiente.

     —Mi amigo, ¿me puedes regalar un poco de agua que se me agotó la que llevaba en el termo? —preguntó el vendedor.

     —¡Claro, toma toda la que quieras! —respondió Harry, en el mismo tono con el que se expresó el señor.

     —Mil gracias muchacho, que Dios te siga bendiciendo —dijo el vendedor, que se alejó empujando su pesada carretilla de cuatro llantas de carro.

     Una hora después, Harry culminaba la limpieza del ‘escarabajo’ para salir a su labor cotidiana: repartir a domicilio los pedidos de perfumes para hombre o mujer que el mismo preparaba.

     A cualquier hora del día se podía verlo trabajar en su pequeño laboratorio con bata y gorro quirúrgico. Su mejor carta de presentación era su referencia, la cual se fue haciendo voluminosa al punto que contrató un motociclista para hacer el recorrido y entregar a tiempo los encargos.

     Los primeros clientes salieron de la familia, esta a su vez lo recomendó con los amigos de más confianza y ellos con otros familiares. Una cadena que fue extendiéndose para consolidar una base de clientes fieles y responsables. El lema del negocio era: pedido entregado, pedido cancelado.

     Cuando Harry se disponía a ingresar a la casa, un chillido extraño llamó su atención. A pesar de que no lograba identificarlo porque era muy débil, empezó a buscar en la terraza donde había varias materas con plantas que adornaban el lugar. Una vez estuvo cerca de él pudo descubrir la figura diminuta de un roedor cubierto por una matica de verdolaga. Era un ratoncito recién nacido a quien su mamá abandonó por circunstancias desconocidas.

     Acercó el rostro para apreciarlo mejor y asegurarse. Era de color rosado y tenía los ojos cerrados. Parecía más bien un cerdito diminuto acabado de nacer. Le pasó el dedo índice por el cuerpecito para cerciorarse que estaba vivo…y lo estaba, puesto que empezó a moverse como un bebé humano.

     Tomó el animalito con una servilleta que extrajo del vehículo para llevarlo al cuarto a escondidas de su mamá, quien se encontraba en la otra habitación remendando ropa desahuciada en una máquina Singer de pedal. Cada vez que pedaleaba producía un bullicio espantoso, que la despreocupaba de lo que sucedía a las afueras de la casa.

     La premura de entregar los trabajos antes de terminar la tarde era su prioridad para recibir el dinero, el cual estaba destinado para cancelar la factura del servicio de energía eléctrica, que suministraba con deficiencia la empresa prestadora. En el preciso momento en que se sentaba a iniciar su jornada laboral, el servicio se interrumpía para restablecerse dos horas después. Era el tiempo justo que necesitaba recuperar para tener listo los arreglos.

En una pequeña cajita de cartón que sirvió de estuche a una colonia para hombre, Harry acondicionó, con pedazos de tela de las costuras que le sobraban a su mamá, la cama al bebé ratoncito que seguía en un largo y profundo sueño. Una vez lo dejó acomodado, bajó por las estrechas escaleras de la casa para llegar a la sala donde encontró un gotero de Visine. Lo vació y enjuagó con agua que brotaba de la llave de la cocina para envasarlo con leche hervida.

     Subió velozmente al cuarto para atender al bebé ratón que seguía dormitando. Colocó el pequeño tetero en la mesita de noche mientras verificaba en el teléfono celular las llamadas y los mensajes que no había podido responder por estar ocupado con el recién nacido. Revisó una y otra vez y no encontró nada.

     Miraba en repetidas ocasiones la cajita de perfume en la que dormía el ratoncito para hacerse la misma pregunta: ¿por qué lo había abandonado su madre? Por mucho que pensó en una posible respuesta, se distrajo en el momento en que empezó a moverse. Estiraba las patas como un bebé humano, pero no lloraba en señal de tener hambre. Harry extendió el brazo derecho para alcanzar el diminuto tetero e introducirlo en la boca del bebé ratón que se pegó a mamar como un ternerito.

     Mientras lo alimentaba, se le pasó por la cabeza colocarle un nombre. A medida que transcurrían las horas empezó a encariñarse con el pequeño roedor que no abría los ojos para distinguir el entorno que lo rodeaba y a su madre, a la cual responsabilizó por haberlo abandonado.

     Entretanto, se dio a la tarea de buscarle nombre a su nuevo amigo. De mucho pensar, varios salieron a la palestra. El primero fue Sebastián, aunque no le gustó, porque es muy largo. Pensó en un segundo, Lucas, el cual le pareció fabuloso. Pero se le ocurrió un tercero, cuando su mamá le recordó que tenía que avisarle al señor Matías, su vecino, para que recogiera el pantalón que acababa de arreglar. Era perfecto para el ratoncito.

     —Matías te llamarás —dijo—. ¡Claro, Matías, el ratoncito doméstico!

     A medida que Matías crecía lo cambiaba de caja para que se sintiera más cómodo y no pudiera escapar a hacer sus travesuras. En los primeros cuatro días de nacido, el ratoncito escuchaba lo que Harry decía sin lograr todavía abrir los ojos. Alzaba la cabeza en señal de que había entendido, pero más bien era para que le diera de comer.

     El pequeño tetero improvisado en un gotero de Visine lo acababa rápidamente, por lo que constantemente tenía una bolsa de leche en la nevera para cualquier imprevisto que se presentara, situación que llamó la atención de su señora madre y le preguntó:

     ¿Cuál es la bebedera de leche que tienes?

    En respuesta, Harry pasó por alto su comentario y subió a su habitación.

Un día cualquiera empezó a llover copiosamente. Solo se escuchaba el ruido de las gotas golpear el tejado de la casa, cuando Matías abrió los ojos por primera vez. Habían transcurrido 15 días desde entonces. Fue la fecha más feliz en la vida de ‘Harry Desastre’ al ver el color de los ojos de su pequeño amigo. Eran negros y saltones y no dejaron de mirarlo. El roedor se encariñó tanto con Harry que comenzó a olfatearlo sin asustarse siquiera. El olor de la piel de su cuidador le era familiar, por lo que debió pensar que era su mamá. Los ratones son animales daltónicos y no logran distinguir los colores, sino que se guían por el fino olfato para detectar su comida y a los predadores.

     Cada vez más, Matías se familiarizaba con el olor de Harry para identificarse como uno de su raza. El ratoncito ya no dormía en la cajita de perfume que le acondicionaba, sino que lo hacía en la cama de su protector, que le preparó un espacio al lado suyo. Eso sí, con cobijas diferentes. Las del ratoncito doméstico las había sacado de un pedazo de tela del cuarto- taller de la mamá, para que se arropara como un niño.

     Cuando Matías cumplió los 21 días de nacido, Harry lo enseñó a comer toda clase de alimentos. No en la cama para que no se llenara de hormigas, sino desde cualquier rincón del cuarto, al lanzarle granos o verduras que el pequeño atrapaba en el aire como si fuera un felino cazando una ave en pleno vuelo.

     Con el tiempo el pequeño Matías recorrió la casa de extremo a extremo buscando su propio alimento antes que Harry se lo diera. Un día, sin que la mamá supiera del roedor, cuando este pasó por la cocina ella pegó un grito de horror como si hubiese visto un espectro. Al escucharla Harry dejó a un lado lo que estaba haciendo y bajó como un rayo para enterarse de lo sucedido. Al ver a su mamá montada en una de las sillas del comedor temblando del susto, pudo entenderlo.

     Harry lo llamó por su nombre y este salió del escondite para subirse por la ropa y posarse en la palma de la mano.

     —Mami, te presento a Matías, el ratoncito doméstico —dijo Harry—. Matías, te presento a mi mamá Mayo.

      —¿Cómo así que un ratón doméstico en la casa? —preguntó la mamá sorprendida por lo que estaba escuchando.

     —¡Cálmate mami! —respondió Harry, que hizo bajar a su señora madre de la silla en la que se subió y le pidió que se sentara para escuchar la historia del ratoncito.

     Cuando Harry terminó de referírsela, ella comprendió que los roedores, también pueden ser mascotas con las que se pueden convivir, así como se hace con los perros y gatos, siempre y cuando se les amaestre.

     Y Matías era un caso especial, por eso,…desde entonces, se convirtió en la adoración de la casa. Cuando ‘Harry Desastre’ salía, se quedaba al cuidado de su mamá, que supo lidiarlo, aunque le tenía asco a los roedores, puesto que el ratoncito era dócil y obediente. Cuando ella se sentaba a coser, Matías se posaba en un cojín de peluche que ella misma le hizo para que durmiera durante el día. Eso sí, estaba pendiente de la llegada de Harry. No podía escuchar el ruido del motor de un carro porque se asomaba por la ventana para cerciorarse que era él. Así permanecía el resto del día hasta su regreso. 

     Cuando Harry llegaba Matías era el primero en recibirlo. Se le lanzaba como un perro moviendo la cola y dando vueltas en el aire de la alegría. A pesar de su diminuta estatura, el afecto del animalito por su amigo era conmovedor.

     Harry saludó a su mamá y subió a la habitación con el ratoncito colgado en el cuello, y no se desprendió de él hasta que se acostó. Colocó el maletín en la mesita de noche, el cual contenía una variedad de perfumes y colonias, para darle de comer a su pequeño amigo, de forma particular: el roedor saltaba para atrapar en el aire el grano lanzado.

     Una vez se saciaron los dos, Harry encendió el televisor para ver su programa favorito, Dragón Ball Z. Minutos después, estaban rendidos y roncaban al mismo tiempo. Su mamá subió y apagó el receptor para irse a dormir. Desde entonces, comprendió que los roedores también pueden ser animales domésticos.

     ¡Felices sueños muchachos! —les deseó.