Por: Juan Carlos Herrera «El Escritor del Muelle»
Una persona que tiene un sueño, puede hacerlo realidad. Hay muchas formas de conseguirlo, como estar en el desierto y hallar una fuente de agua viva. Sin embargo, cuando se trata de la fama, mucha gente está de acuerdo en que esta jamás deja de ser un espejismo.
Es como como una mujer bella, solo comparable con la imagen que a esta le da el espejo. Todos la aman, la fantasean, pero de pronto solo a un hombre le da un beso tan grande, que lo vuelve famoso.
Los primeros registros prehistóricos de la fama son de los tiempos de caza: en la noche, en medio de la fogata, alguien les contaba a los demás cómo hizo para conseguir esa presa que tantos probaban.
En vista de eso, los demás no dejaban testimonio después de lo que se había conseguido, sino de lo que querían conseguir. En las cavernas, los humanos pintaban al hombre cazando al ganado. Nadie sabía quién era ese hombre, pero todos querían ser famoso como él.
Al aparecer la escritura, para hacer los registros de agricultura, el tiempo que ahora se iba comenzaba a dejar más el pasado.
Se hablaban de las gestas, en las que muchos eran capaces de dar la vida, para siguiendo a Aquiles ver grabado sus nombres en piedra. Quedar siendo conocido despues de la muerte, era mejor que hacer parte del mundo fugaz de los vivos.
En Roma, hablar de otro era hacerlo famoso. De ahí en su etimología el verbo fari, que significa «hablar». Los heraldos eran los seres humanos que daban noticia de las cosas, antes de ser reemplazados por los periódicos. La diosa Fama, por su parte, era más amada que las mujeres mas bellas. Si ella hablaba bien de alguien, podía producir que un campesino fuera el nuevo Emperador.
Pero como empezó a saberse más de las cosas, fue con la invención de la imprenta. Los libros eran el nuevo vehículo que usaba ella, la hija más habladora de Jupiter.
En el Siglo de las Luces, un escritor causó que el concepto de fama fuera reemplazado por el de celebridad. Una persona podía ser famosa por nacer el mismo día en que nacía el rey. Pero para ser célebre, debía ser querido en vida como un rey. Su protagonista fue Voltaire, el escritor estrella de la Ilustración, que cuando en persona aparecía llamaba más la atención que cuando escribía. De hecho, celebridad viene del latín celebritas, que significa ilustre.
Muchos se preguntarán si la fama viene haciendo a la historia. La verdad es que por la ausencia de ella muchos artistas deprimidos, siguen viviendo hoy una forma de prehistoria.
Ahí es donde algunos notan su inexistencia, y le dan mala fama. Por ello se aferran más al éxito, que significa salida.
Según la mecánica de Newton, talento es igual a éxito. Su tercera ley dice: «Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria». Es decir, que al final en la calle todo se conoce.
Aún así, muchos se sienten más queridos por la gente, cuando aparentemente sin causa alguna llega la fama.
Las redes sociales ayudan, pero dan una celebridad instantánea. Otros personajes con rapidez van apareciendo, y como en la prehistoria, de nuevo ya no se sabe quién es quién. Se vive lo que Andy Warhol llamó «quince minutos de fama».
Al contrario de antes, en que la buena fama quedaba por la eternidad.
Un pianista húngaro llamado Franz Liszt tuvo tanta celebridad, que fue el primer hombre que gozó de ella masivamente, antes de que la tecnología audiovisual nos mostrara a Michael Jackson o Madonna, haciendo que nos enamoráramos más de esta edad que lleva la historia.
A alguien como Charles Dickens procedente de Inglaterra, al apenas bajar del vapor en el puerto de New York, la gente le preguntaba cómo terminaría su última novela por entregas.
Desde ese momento, a los seres humanos comenzaban a seguirlo. Porque hacía viajar hasta transoceánicomente —y antes de que llegara él— a la fama.
Pero es gracias a México, que tenemos la cima estelar de la fama. Para no pagar el derecho a usar el cinesmacope de Edison patentado en Nueva York, los infractores buscaban estar en la lejana California, cerca de la frontera. En caso de que vinieran las autoriades, huían por el polvorín a México. Si aquellos no venían, seguían los productores haciendo películas en Hollywood, que significa «bosque de acevo». Sería allí de donde saldrían actores como Charles Chaplin o Marilyn Monroe, cuyas vidas les pertenecería más a las masas que a ellos mismos.
A partir de ello brillarían muchas estrellas, comparadas con el sol. La música produciría leyendas, que haría que otros quisieran tener esa clase de atracción gravitatoria, para recordar que somos polvo de estrellas.
La mala noticia, es que no todos tocan el corazón de la fama. Por mucho que una persona desee la fama, no es suficiente. De hecho, es la fama la que tiene que enamorarse de la persona.
Unos, cuando nacen, se encuentran con que la fama ya los estaba esperando. Otros, en cambio, aunque la vieron en las fotos de otros, se han ido de este mundo dudando de su existencia. Por su energía, la fama les hace más caso a los relacionistas públicos.
Unos últimos con talento, al final la han conocido. Como una mujer que llega tarde, entonces es el individuo quien la rechaza, porque se acostumbró a que ella quedaba mejor vista como un amor platónico. Ante tal situación, la fama no se va, sino que hace todo lo posible por ser amada por un humano. Es cuando se comprueba que para existir ella necesita más de los soñadores, que los que la sueñan de ella.