El político que quería cambiar al país

Por: Carlos Herrera Delgáns

El primer presentimiento de Soledad Sanclemente fue que habían asesinado a alguien. No sabía a quién, pero estaba segura que era un dirigente muy importante, que había llegado a la población con una propuesta política.

     –Claro que sí. Las mujeres tenemos un sexto sentido que nos permite presentir lo que va a suceder– dijo la mujer a su hermano.

     Se levantó angustiada de la mecedora de mimbre y se dirigió a la ventana a ver qué sucedía. La gente corría por todos lados desesperada por el insuceso. Mujeres gritando: ¡Lo asesinaron! ¡Lo asesinaron! ¡Mataron la esperanza del pueblo!

     Hombres contenían la arremetida de la policía que con escudos y bolillos en mano empujaban la gente para abrir espacio y dejarlo respirar. Su cuerpo yacía tendido en la tarima con el escolta que se lanzó encima de él como escudo, para que no lo terminaran de acribillar las balas asesinas del sicario. Las ráfagas de la ametralladora dieron en el blanco, al momento de levantar los brazos para saludar a la multitud, que llegó a colmar la plaza a escucharlo. No cabía un alma más en la plaza del pueblo, que se volcó a acompañar al próximo presidente de la República. Así lo registraban las encuestas. Los principales medios impresos titulaban a ocho columnas cada una de las manifestaciones multitudinarias que precedía el líder. Él era su esperanza. Así lo sentían. Lo sintieron más cuando llegó al corazón del pueblo a escuchar sus propuestas.

     Su carisma y sonrisa los hechizaba. Sus claros y pequeños ojos azules iluminaban su alma. Su vibrante voz silenciaba y seducía cualquier auditorio. Se preparó para eso, para ser presidente. Estaba cerca de la meta. Faltaba únicamente que el partido se unificara en torno a su nombre para retener la Presidencia de la República.

     Fue el primer dirigente que se atrevió a denunciar la corrupción administrativa en las entidades del Estado, donde los corruptos se roban los dineros de los más pobres para financiar campañas de la maquinaria, que en época electoral se reagrupa para garantizar su permanencia en el Congreso y ganar el primer cargo de la Nación.

     –¿Y las ideas? –preguntó un despalomado ciudadano.

     –Cuáles ideas –interrogó otro–. Para eso es la maquinaria, para ganar elecciones.

Situación que lo desilusionó de la política, pero a la vez lo animó a trabajar por ese reglón de la población en el que los gobiernos de turno poco hacían para resolver sus precarias condiciones.

     –Han convertido a la administración del Estado en un botín que se reparten a pedazos después de cada elección –dijo.

     Sus denuncias comenzaron a calar en la población que empezó a creer en un dirigente político, pero tenía duda de quiénes lo respaldaban. Cuando expuso en la plaza pública, escenario que le encantaba, sus propuestas de transformar al país por primera vez la credulidad les vino a las caras a la gente, desde el último político en el que creyeron y fue asesinado violentamente cuando ingresaba a su oficina, para impedir que llegara a la Presidencia de la República. Su caso se conoció como El Bogotazo.

     Su melodiosa y alegre voz le daban el tono de un maestro de lírica. La forma como exponía sus propuestas y el gesto de sus manos le posibilitaron seducir rápidamente a los creyentes e incrédulos. Estos no tragaban entero, pero al final se dejaban influenciar por lo que decidiera la mayoría. Proponía cosas tangibles como la transparencia, la descentralización administrativa, política y fiscal, la integración latinoamericana, la lucha contra la corrupción, la cual se convertiría en su bandera insigne, y le permitió ganarse los enemigos que se merece y los gratuitos también.

     Sus contradictores lo descalificaban como un populista de primera línea que quería llegar al poder a moralizar la política. Siempre los incomodó, al punto que lo veían como una seria amenaza a sus intereses clientelistas. Harían lo que fuera para cruzársele en su misión de ser el candidato de la colectividad. Eso era claro para él, sin embargo, decidió emprender el vía crucis para enfrentar el reto que le trazó el destino.

     Eran tiempos difíciles aquellos en los que la maquinaria oficialista lo dominaba todo. Su única opción era regresar a las toldas del partido que lo vio nacer como dirigente para disputar la candidatura oficial. Así lo entendió tiempo después de que su esposa, una periodista que trabajó en una importante casa editorial de la que renunció para acompañarlo en su proyecto, le había manifestado años atrás que los oficialistas eran disciplinados al momento de votar por el candidato de su partido. A pesar de que tenía la simpatía de la gente carecía de los votos de los militantes del partido, por ese pequeño detalle que lo persiguió en sus largos años de disidencia.

     La misma experiencia de un expresidente que logró ser presidente porque le tocó regresarse al partido, siendo que su señor padre fue presidente en dos períodos. Él prefirió enarbolar las banderas de la rebelión en los años 60, cuando apenas bordeaba los 48 años.

     El movimiento disidente que lideró se le convirtió en un dolor de cabeza, toda vez que la línea dura quería imponer su voluntad, amparado en la efervescencia de la revolución cubana, que para la época hechizó a todos los rebeldes sin causa que querían seguirla. Las intrigas y las rivalidades eran más radicales que en el mismo oficialismo. Decidió retornar al partido para ser candidato y presidente de la República.

El líder disidente tomó el mismo camino para buscar la Presidencia de la República, esquiva en sus dos intentos por fuera de la colectividad. Sabía que el tiempo le daría la razón, consciente que perder unas elecciones sin una noble causa ameritaba la defensa de unos principios que buscaban transformar a la sociedad sedienta de ese liderazgo.

     Buscó al presidente del partido en ese momento, un expresidente de ancestro libanés, de voz nasal y corbatín tipo americano, que sin ser bachiller llegó a la primera magistratura del Estado, para preparar su regreso a la colectividad, la cual lo vio nacer, crecer y formarse como dirigente. Fue el ministro de Educación más joven que tuvo el país, en un gobierno conservador. Esa experiencia lo marcó porque palpó por sus continuos desplazamientos a las regiones más olvidadas, en las que los gobiernos de turno poca presencia hacían para conocer las precariedades de la educación y de la situación en general de las gentes. Fue lo que más lo deprimió. Sintió impotencia en el fondo de su ser al no poder resolver en su corto tiempo por el ministerio, los miles de problemas de los jóvenes que no podían educarse con dignidad y calidad. Sin educación era difícil sacar del atraso al país.

     Fue esa noche cuando la Convención del partido aprobó por unanimidad la consulta popular, propuesta por él, para escoger el candidato oficial a las próximas elecciones presidenciales. Mecanismo innovador que permitía que fuese el pueblo el que decidiera en las urnas el candidato para darle legitimidad a la elección, que por costumbre se escogía aplicando la regla del Pacto de San Carlos, que consistía en que el precandidato que tuviera la mayoría de parlamentarios sería el ungido de la organización, para posteriormente proclamarlo en la Convención. Todos aceptaron las reglas de juego, hasta los más enconados contradictores del líder, que no desaprovechaban reunión alguna para echarle en cara la derrota del partido sufrida en las elecciones de 1982, cuando dividió a la organización para que ganara un conservador.

     Época en la que encabezó una candidatura disidente para enfrentar al candidato oficial del partido y al candidato de los conservadores. Los oficialistas no olvidan esos guarismos desafortunados donde fue derrotado estruendosamente su candidato por el candidato godo. Mientras que él logró una votación superior a los quinientos mil votos, que tampoco le alcanzó para llegar a la primera magistratura del Estado, todo lo contrario, terminó por fracturar la votación del partido para que perdiera la presidencia. Es la espinita que incomoda a los oficialistas, porque de todas maneras vieron cómo se le escapaba el poder de las manos.      –Si no hubiese estado en la contienda, el candidato conservador hubiese ganado por más votos –fue la respuesta que dio a los periodistas que lo abordaron.

Los oficialistas de su partido, a los que llamó la maquinaria bien aceitada, siempre presintieron que su candidatura era un invento de un expresidente para atajar la llegada de otro expresidente al poder. Las rivalidades dentro del partido eran de temperamento y de posiciones radicales, en muchos casos posiciones exacerbadas. Eran más las batallas internas por la supremacía del manejo de la primera fuerza política del país, que las rivalidades entre sus enemigos centenarios: los conservadores, que veían cómo el camino para llegar a la Presidencia de la República se despejaba, por la división de su archienemigo.

     Posiciones radicales tomadas al calor de un buen whisky y un cigarrillo, hacían parte de la estrategia para cruzarse y evitar que otro copartidario llegara al poder. Era simplemente esperar que la campaña avanzara. El expresidente mentor del joven candidato logró cranear un eslogan para fraccionar aún más a los oficialistas y debilitar las posibilidades de su contradictor copartidario: “oficialistas con Belisario”.

     Dos expresidentes primos se aliaron para evitar que el expresidente, que en su momento fue disidente, llegara por segunda ocasión a la presidencia. Se confabularon con los godos, más que ayudarlos a que ganara su candidato, para truncar la llegada de uno de los fuertes contendores de su partido.

      –Hicieron su agosto con mi pellejo –dijo el expresidente candidato.

  El expresidente mentor nunca estuvo de acuerdo con la aspiración del joven candidato, puesto que siempre consideró que no tenía la experiencia y madurez suficientes para enfrentar a un veterano de mil guerras como el expresidente candidato, que buscaba la reelección. La descalificación por supuesto le molestó, toda vez que se quedaba sin el apoyo de uno de sus mejores escuderos y consejeros para seguir en la campaña.

     Esa sacada de cuerpo antes de desanimarlo, le dio más coraje para continuar en su lucha por depurar las costumbres políticas, algo difícil en un país acostumbrado a las componendas. El narcotráfico había permeado las instituciones del Estado para doblegarlas a hacer su voluntad. Camino que no le fue fácil por la cantidad de obstáculos que encontraría para ese fin. Hombres valientes y con honor se oponían férreamente a que el basilisco implantara su reino en el país, al punto que prefirieron sacrificar sus vidas a cambio de que las instituciones cumplieran su rol en la sociedad, como es proteger los bienes y honra de los ciudadanos.

El líder disidente entendió desde la perspectiva política el papel que debía desempeñar en la sociedad. Era improbable huir ante las atrocidades del basilisco, que a la vuelta de la esquina lo esperaba pacientemente, como si tuviera una cita con la muerte. Nunca lo dejó descansar hasta que de tanto esquivarlo, se encontraron de frente para arrebatarle la vida una noche de agosto cuando se reunió con la multitud que lo aclamaba. Pero más bien cumplió una cita inaplazable con el destino. Fue la noche en que no pudo eludirlo.

     Lo pudo esquivar en muchas ocasiones. Como aquella en la ciudad de la montaña, en donde tenía preparada una conferencia en una universidad cuando inesperadamente recibió una llamada del comandante de la Policía del departamento para informarle que había descubierto un plan terrorista para asesinarlo. Desistió del acto académico y decidió regresar a la capital de la República a reunirse con el equipo de la campaña y su esposa, que una vez se enteró del caso le dijo que fue la mejor decisión que pudo tomar.

     –Los desgraciados tenían todo un plan montado para asesinarme –dijo.

     El comandante de la Policía, que le había salvado la vida del frustrado atentado, lo asesinaron horas antes que a él, los mismos hombres que lo venían amenazando.

     Ante las continuas amenazas el oficial decidió andar sin escoltas para no poner en riesgo sus vidas.

–No quiero que por mi muerte queden viudas y niños huérfanos –dijo.

     Salió ese día dispuesto a morir con todos los honores de un militar que se entrega a la Institución para salvaguardar las vidas de sus protegidos. No lograron sobornarlo para que parara sus operativos contra los narcotraficantes. Con el carácter que singulariza a todo santandereano decidió seguir en su misión de combatir a ese flagelo de la sociedad, que tenía intimidada a la ciudadanía con sus actos terroristas. Los persiguió hasta que dio con la captura de varios de ellos, quienes fueron extraditados meses después al país del norte.  Desde entonces, las amenazas se recrudecieron en su contra.

     Sabía que tenía la muerte tras las espaldas, por las continuas amenazas de que era víctima, lo cual no lo acobardó, todo lo contrario, siguió dando la pelea, hasta que el basilisco lo encontró pasada las seis de la mañana de un viernes esperando que el semáforo cambiara de color. Iba conduciendo un vehículo de la Institución cuando pistoleros al servicio del narcotráfico lo acribillaron con balas de fusil R-15. Murió en el acto.

     –Por ‘sapo’ lo matamos –fue lo que comentó un capo a sus subalternos.

     –Mi gobierno no le puede garantizar su seguridad. Váyase del país –le dijo el presidente de la República al líder.

     –De aquí no me mueve nadie –replicó.

     Decidió quedarse para enfrentar su destino, con un gesto rebelde y desafiante, como cuando reta a su enemigo a muerte. Su pelo ensortijado le daba la apariencia de un gran revolucionario dispuesto a tomar las armas para defender con su vida la causa de miles de ciudadanos, que pedían del Estado más compromiso a sus necesidades.

      Cada reunión a la que asistía lo comprometía aún más, por el fervor popular que despertaba y sentía que estaba dispuesto a sacrificarse.

     El asesinato de ministros, funcionarios de alto rango, candidatos presidenciales, jueces de la República, periodistas, policías, etcétera, por momentos lo atemorizaban. Pensó siempre que seguiría él. Nunca lo descartó. Se atrevió a decirle a su esposa que el tiempo se le estaba agotando. Igual que cuando Jesús de Nazareth le dijo a Judas en la última cena: “Lo que vas hacer, hazlo pronto”.

     –Yo ya no me pertenezco –dijo.

     Un enjambre de periodistas lo abordó para preguntarle por las constantes amenazas que recibía contra su vida, que sabía que venían de la trilogía del mal: políticos corruptos, narcotraficantes y paramilitares, y los que se sumaban, altos funcionarios del Estado sobornados por las mafias.

     El líder sabía que tenía los días contados. Los capos de la mafia lo perseguían día y noche. No descansarían hasta eliminarlo. Sabía perfectamente que le respiraban en la nuca. Por momentos llegó a decir que sentía en sus espaldas fuertes miradas que lo observaban desde lejos. Miradas que le quemaban la piel como cuando las balas entran en la carne de la víctima.

     –¡Qué les habré hecho para que me odien tanto! –dijo poniéndose las manos en la frente.

     –Tú fijaste tu sentencia de muerte el día que los desafiastes, expulsándolos del movimiento, por tener pasados oscuros, ¿no te acuerdas? –le dijo su secretario privado.

     –De tantas que los he retado que no me acordaba de esa –dijo.

     Una de sus banderas fue combatir sin descanso el narcotráfico, que había permeado las instituciones del Estado. Lo que sin lugar a dudas ponía en serio peligro la democracia por la forma como la clase política corrupta estaba aliada con los carteles de las drogas para permanecer en el poder. Su lucha se acrecentó aún más cuando los narcos dieron la orden de asesinar al ministro de Justicia por su férrea posición para que estos fueran extraditados.

     Un cheque que surgió en un debate en el Congreso de la República comprometía al ministro de haber recibido años atrás dineros del narcotráfico, situación que lo puso contra la espada y la pared, por la lucha que venía librando contra ellos. Decidió enfrentarlos solo, más por honor que por derrotarlos.

     –Renuncia para que te puedas defender –dijeron sus copartidarios.

     –Prefiero la muerte física a la muerte política –dijo–. Retírense, no quiero que se involucren.

Dio la pelea sin descanso hasta que el basilisco lo encontró para llevárselo. Fue acribillado en una calle al norte de la capital por un adolescente, quien fue capturado en el atentado. Otros miembros de su movimiento fueron blanco de los actos terroristas de las mafias, y se salvaron milagrosamente. Un concuñado y un exministro costeño sobrevivieron para contar la historia. Este último fue baleado por un sicario cuando se desempeñó en el exterior en un alto cargo diplomático. Las cicatrices del atentado le quedaron en el rostro como huella de las atrocidades de la mafia. De esa manera, los capos estaban ganando la guerra por la opresión que hacían de eliminar a todo el que se interpusiera en su camino.

Desde entonces, el líder asumió una posición de combate contra los narcos, como si hubiesen asesinado a un miembro de su familia. No había espacio donde asistiera y los denunciara de sus atrocidades y la forma como estaban permeando a la sociedad y a sus instituciones. 

     –En mí van a tener a un enemigo a muerte –dijo.

     Los capos de las drogas respondieron a su declaratoria de guerra colocando carrobombas y asesinando para intimidar y doblegar.

     Por momentos recordó que estaba en el proceso de retornar al oficialismo para disputar la candidatura con otros aspirantes que harían lo que fuese con tal de estar en la contienda electoral. Era su primera prueba de fuego en el partido, y lo esperaban para acribillarlo por la derrota sufrida en las elecciones de 1982, cuando permitió que ganara el candidato conservador. No se la perdonarían. La jauría estaba preparada para el momento que regresara. Era una de las cuentas pendientes y sabía del resentimiento del oficialismo.

     Consciente de la realidad, se incorporó al partido con la frente en alto y el orgullo que lo caracterizaba. Su primera condición para regresar era el mecanismo de la consulta popular para escoger el candidato oficial a la Presidencia de la República. El presidente del partido brindó todas las condiciones para que se reincorporara y de esa manera, reagrupar sus fuerzas para retener la primera magistratura de la Nación que estaba en manos de otro copartidario, quien no pudo garantizar la seguridad al futuro presidente.

     –La única posibilidad que existe de que no sea presidente es que lo asesinen –dijo el secretario.

     –Lo único que le falta a él es bailar y tomar ron, porque la presidencia ya la tiene embolsillada –dijo un congresista.

     Una de las tantas frustraciones del líder es que nunca pudo disfrutar de su juventud, por no saber bailar ni tomar trago. Las novias que tuvo no le enseñaron a parrandear. A las rumbas que iba, luego se regresaba porque no tenía ambiente de rumbero. Su timidez lo limitó por no ser aventajado, como sus otros compañeros de la universidad que se embriagaban dándole rienda suelta a sus vidas desaforadas.

     Cuando todos bailaban él se quedaba solo en la mesa pensando en su destino. Quería ser un dirigente político que cambiara las realidades del país. Mientras sus compañeros le hablaban del momento de la efervescencia del elixir, él estaba ido. Como si estuviera en otra dimensión acorde con su personalidad. Muchos decían que él no era de esta época, porque se encontraba muy adelantado a su generación por lo avanzado de su pensamiento. Se hallaba con él mismo cuando estudiaba en la alma mater cursando sus dos carreras universitarias. Derecho y economía eran sus pasiones. Se preparaba, sin saber, para ser presidente.

La universidad en la que cursaba simultáneamente las dos carreras era católica y fue fundada por sacerdotes jesuitas al servicio de la ideología conservadora, caracterizada por educar a la elite y de la que se dice formó a los primeros presidentes del país. Nadie se explica cómo un joven de provincia de padres liberales se encontraba educándose en una universidad de principios conservadores. Fue la excepción que hizo en su vida el rector, quien descubrió en sus ojos lo que el destino le depararía.

     –Tú vas a ser el próximo presidente de este país –dijo el rector. Él no supo qué responder.

     Cada día crecía su leyenda, lo que ponía en serios riesgos los intereses de los políticos corruptos, que querían impedir a toda costa que un moralista llegara a la Presidencia de la República. Eso los intranquilizó, al punto que ordenaron aumentar las amenazas contra su vida.

     Se dispuso a hacer la siesta con su esposa para dejar a un lado la rutina de pronunciar discursos, asistir a reuniones y olvidarse de la persecución del basilisco, su enemigo más enconado, que no descansaría hasta cumplir con su meta: asesinarlo. Se entregó a los brazos de Morfeo. Logró soñar que era una persona común y corriente, que vive despreocupada de la situación a su alrededor, trabajando como cualquier proletario para alimentar a su numerosa familia con un salario mínimo. Por ratos se sobresaltaba en la cama interrumpiendo el sueño de su esposa, que le colocaba pañitos de agua tibia en la frente como si tuviera fiebre de 40 grados. Deliraba con las enseñanzas del sacerdote jesuita francés Teilhard de Chardin, como una especie de transición para encomendarle su alma, que lo marcaron para siempre y lo influenciaron en su fe de hombre católico y en las claras convicciones con sus semejantes.

     Más tarde, su esposa lo despertó para que saliera a cumplir, sin saberlo, con el último de sus compromisos políticos.

     –Cariño, te vas a levantar –dijo su esposa.

     –¿Qué hora es? –preguntó él.

     –Es de noche.

     –¿La manifestación? –interrogó sobresaltado.

     –Te espera.

     –¿Y los niños? –volvió a preguntarle.

     –Están bien –dijo ella–. Están en el cuarto haciendo sus tareas.

Se levantó y se vistió para enfrentar su destino. Se puso su camisa blanca con corbata color rojo oscuro y su saco azul turquí para emprender el viaje. Su secretaria le dijo que se colocara el chaleco antibalas, aunque sabía que odiaba esa clase de protección por su incomodidad. Era duro y pesado, y le afectaba la hernia discal que padecía, por los fuertes dolores que le producía.

     Días antes, una intensa dolencia en los brazos y en el cuello lo obligaron a tirarse en la cama. Sintió un hormigueo, la sensibilidad se le alteró y se quedó sin fuerzas. Después de varios minutos de reposo, hizo un sobreesfuerzo y se levantó para cumplir los compromisos del día. Decidió guardar el secreto a su esposa.

      –El dolor de la hernia se me alborotó –dijo.

 Su secretaria junto a su hijo mayor lograron sacar el chaleco del clóset y entregárselo para que se lo pusiera. 

      –Nos vamos– dijo a sus guardaespaldas.

      Se despidió de su esposa como si fuera la última vez en su vida, por el intenso y prolongado abrazo que le dio. Le recordó cuando le dio el primer beso, que logró apretarla tanto que pareciera que le estaba partiendo los huesos.

     –Tranquilo que no va a pasar nada –dijo ella–. Nos vemos más tarde.

     Una vez bajó del apartamento lo esperaba su secretario privado que sentía un escalofrío en todo el cuerpo. La piel se le ponía como carne de gallina, por lo que temía que podía suceder. Estaba alterado. No era para menos, las amenazas constantes de sus enemigos no lo dejaban tranquilo. Se opuso con varios de sus compañeros a que asistiera a la manifestación.

     Siempre le dijeron que no era necesario que fuera porque ya la gente lo conocía, pero él les recalcó que era importante que un dirigente del oficialismo adhiriera a la campaña para enviarle un mensaje al resto del partido. Su secretario se calmó y comprendió.

     –Dile a los organizadores de la reunión que vamos en camino –dijo.

     El líder subió al automóvil, el cual le pesaba demasiado el blindaje y lo volvía lento, y con él sus guardaespaldas, directo al municipio ubicado al sur de la capital de la República, con una población de más de cuatrocientos mil habitantes, donde los gobiernos de turno poco habían hecho por mejorar las condiciones de vida de sus gentes.

     La plaza estaba abarrotada por miles de ciudadanos de todos los rincones del municipio para escuchar al próximo presidente de la República. Los voladores estallaban en el cielo infinito como reflejo de la alegría por la llegada del huésped. El precandidato arribó a un costado de la plaza para hacer su travesía hasta la tarima que desde lejos se veía que no cumplía con los protocolos de seguridad para brindar la mínima protección al político más amenazado del país.

No hubo vallas de protección para evitar que la gente se acercara al precandidato ni los agentes del orden, como segundo anillo de seguridad, tampoco los guardaespaldas, como primer anillo de seguridad, estuvieron para proteger la integridad del precandidato que subió a la tarima servido para el festín. Como cuando el rey Herodes le entregó en bandeja de plata la cabeza de Juan Bautista a la hija de su mujer, Salomé, por un deseo que esta le pidió a cambio de que le bailara.

     No había terminado de alzar los brazos para saludar a la multitud presente cuando sintió el sonido de las primeras balas de la ametralladora que impactaron en su humanidad para doblegarlo y caer en el piso de la tarima cegándole la vida. El basilisco salió de la oscuridad para llevárselo como máximo trofeo de una competencia de alto rendimiento a sus verdugos, que festejaron la tragedia del pueblo.

     Su guardaespaldas de confianza se le tiró encima para evitar que el sicario lo rematara, pero este siguió disparando a todo lo que se movía. Las balas impactaron en la espalda de su escolta, lo que le produjo la muerte días después de estar internado en un centro asistencial.

     –Por fin cayó el desgraciado –­dijo uno de los capos.

     Al desplomarse, su mirada se encontró con la de su camarógrafo, quien siguió filmando para que todo quedara registrado. Vio en sus ojos la angustia cómo el basilisco le arrebataba la vida, para dejar varias tareas pendientes por resolver. Sintió más angustia al pensar en cuál de los miembros de su equipo se le medía a semejante responsabilidad de culminar la tarea. El que la podía hacer, por su talante frentero, también había caído asesinado por las balas de sus enemigos.

     –No me dejes morir –le dijo.

     La gente corría buscando protección para no ser alcanzada por las balas disparadas por los sicarios, que estaban distribuidos a lo largo y ancho de la tarima, que sirvió como cueva de rolando para esconder a los verdugos del líder, que una vez apareció en público salieron en manada a cumplir su misión demencial.

     Todo era confusión y llanto. Como pudieron lo montaron en el vehículo para llevarlo al centro asistencial más cercano. El basilisco seguía atrás, como un espectro que persigue a su víctima.

     –Va más muerto que vivo –dijo un asistente a la manifestación, que lo vio cómo se desangraba.

El galeno encargado de recibir el cuerpo del moribundo precandidato dijo a sus familiares, que llegaron horas después, que las balas disparadas por la ametralladora del sicario fueron mortales para acabar con la existencia del líder. Cinco de ellas impactaron en su humanidad. Una le destrozó la aorta abdominal, la que al final le produjo la muerte.

  El basilisco lo encontró de frente y desprotegido en un callejón sin salida. Sintió que había cumplido su destino, y como siempre dijo: “Yo ya no me pertenezco”.

     Soledad cerró la ventana y le cruzó la tranca para quedar más angustiada. El presentimiento que tuvo no fue una falsa alarma sino una fuerte impresión que sintió en el pecho como un síntoma de infarto: asesinaron al político que quería cambiar al país.

Tomado del libro La metamorfosis del cangrejo