Tomado del libro de relatos ‘La metamorfosis del cangrejo’, del escritor Carlos Herrera Delgáns.
Un ataque de tos lo despertó en la madrugada y desveló a su esposa que se encontraba descansando en el cuarto de al lado. Tenía náuseas, temblor, sequedad bucal, pupilas dilatadas y le dolía fuertemente el pecho de tanto toser, lo cual le impedía respirar. Ella decidió sacar la mecedora de mimbre al patio para que se reposara y se le pasara el mal momento, mientras le preparaba una cocción de raíz de malvavisco para calmarle la tos. Como pudo se irguió y echó la cabeza hacia atrás para respirar el aire puro de la madrugada y sentirse vivo. “Me estaba ahogando”, dijo.
Se desplazaba con mucha frecuencia a una población vecina en el primer tren de la mañana para que el propietario de una farmacia, un emigrante del interior del país, le suministrara la droga para combatir la enfermedad, que se había vuelto inmune al medicamento. Regresaba en el tren de la tarde fortalecido como un potrillo para continuar normalmente su vida. El farmaceuta con un don de científico siempre le dijo que no le garantizaba su curación por el estado avanzado en que se encontraba. Era la enfermedad del momento, la cual había cobrado varias vidas en el pueblo y contagiado a muchas personas por su alto nivel de infestación. Al toser, escupir o estornudar expulsaba bacilos al ambiente que cualquiera que los inhalara quedaba enseguida infectado. Se cuidaba de no hacerlo para no levantar alguna sospecha en la familia y en el círculo de sus amistades. En una de sus presentaciones en un cabaré se llevó el pañuelo a la boca para toser, lo que llamó la atención a uno de sus amigos por el gran esfuerzo que hizo para no perder el equilibrio y por eso este le preguntó si se sentía bien y la respuesta fue afirmativa. Al instante, regresó el pañuelo al bolsillo del pantalón con una mancha de sangre y siguió cantando.
Decidió guardar el secreto de su enfermedad para no frustrar su carrera musical que comenzaba a ser reconocida en la región. Ni a su esposa se atrevió a comentarle para no alarmarla y preocuparla, por algo que, según él, no tenía ninguna importancia. Siempre pensó que era una gripa mal cuidada, la cual podía curar con remedios caseros o con cualquier otra toma que le recomendaran los yerbateros del mercado.
Su esposa lo refrescaba con el abanico de mano, de los que fabricaban con palma, y le secaba con una toalla el chorro de sudor que brotaba de su esquelético cuerpo a punto de desfallecer en su agonía.
—Tienes que ir de emergencia al hospital para que te vea el médico —dijo la mujer—. Estás muy mal.
Desaprobó la sugerencia y le dijo que prefería esperar a contemplar el alba para ver si sobrevivía a los ataques de tos y al dolor en el pecho, pues cada vez que tosía se estremecía su humanidad como si fuese a expulsar los pulmones por la boca. Un tercer dolor se sumaba, el estomacal, para agravar aún más su situación. Cada vez que respiraba el aire puro de la madrugada sentía que la musa le volvía para inspirarse a componer nuevas canciones. Las fuerzas lo estaban abandonando, por lo que hizo el último esfuerzo para reacomodarse en la mecedora y su esposa le siguiera refrescando con el abanico de mano que había comprado días antes en el mercado a una anciana de Trojas de Cataca, –quien lucía una pañoleta mortuoria en su cabeza y un cigarrillo Pielroja sin filtro prensado en sus encías, por la pérdida de sus dientes que se habían desvanecido por la nicotina–. Se fumaba tres paquetes de cigarros y se tomaba quince tazas de café tinto al día para sentirse viva. Sus pulmones estaban invadidos de humo de cigarrillo y su estómago, de cafeína.
—Ahorita me muero —expresó la anciana.
Le dijo a su esposa que se regresaba a la cama, pero sus fuerzas no le daban para hacerlo, por lo que presintió lo peor porque lo que se había tomado, ignorado por ella, estaba haciendo efecto en su organismo. Sintió que las tripas se lo estaban comiendo vivo por los fuertes dolores que soportaba, los cuales lograron arrancarle varias lágrimas. Se colocó las manos en el estómago para hacerle presión y poder calmarlos. Su esposa siempre sospechó, y así lo dijo, que el malestar de su esposo era producto de un mal trago recibido en una de sus giras musicales, pero los amigos del ‘Cantautor’ desmentían tal afirmación por el excelente estado de salud que lo caracterizaba. Parecía un joven de 15 años en la flor de su juventud, caminando a plena luz del día por las calurosas calles del pueblo con la guitarra sujeta en la mano derecha como compañera permanente, saludando con una sonrisa de artista triunfante a todo el que tropezaba en su andar. Ni en los momentos difíciles los amigos lo vieron decaído por lo que desconocían que padecía de alguna enfermedad. Todo lo contrario, siempre estaba alegre porque constantemente andaba enamorado.
A la edad de los 10 años su padre lo abandonó, sin conocerse los motivos de tal decisión. Fue el momento más trágico de la familia. Ni los más perversos comentarios de la gente lograron atinar en una respuesta certera a la partida del progenitor. Las especulaciones rondaron como fantasmas por mucho tiempo. Su esposa siempre se hizo la misma pregunta: ¿por qué se fue? Era un emigrante andino que había llegado al pueblo a probar suerte en el área de las ventas, en cuyas aventuras conoció a su futura esposa con quien se casó cumpliendo los rituales de la sociedad. Los prejuicios eran, por supuesto, uno de los principales requisitos que debía superar el pretendiente para tener acceso a la familia de la pretendida. Visitas hasta determinadas horas de la noche y salidas controladas era el rigor de la disciplina de cualquier noviazgo para llegar a ser aceptado.
La novia, una joven mujer de clase media, se sintió seducida por el emigrante que desde que la conoció mostró las mejores intenciones para formalizar una relación amorosa. Era un hombre de mediana estatura, de tez blanca, de facciones finas y de pelo engominado con un largo camino real en el centro, el cual evidenciaba la formalidad que requerían los padres de la novia para entregarla en el altar.
Cuando se hizo mayor de edad se atrevió a buscar a su progenitor en su pueblo natal para que le explicara por qué abandonó a la familia si él estaba gozando de estabilidad laboral. La multinacional extranjera lo había empleado como coordinador en la estación del ferrocarril en la zona bananera en plena huelga. La experiencia que siempre guardó en sus recuerdos fue que estuvo a punto de morir cuando los trabajadores quemaron la estación. Logró huir para salvarse y refugiarse en la casa para proteger a su familia. Un año después, se fue para nunca regresar.
El ‘Cantautor’ se llenó de valor para emprender el viaje al municipio de origen de su padre. Al verlo sus abuelos, tíos y primos supieron que era uno de ellos por el color de piel y sus finas facciones. Quedó encantado con la cantidad de guitarras y tiples que vio a su paso. Esa tierra era la mayor fabricante de guitarras del país, por lo que pudo encontrar la respuesta a la inclinación musical y a su atracción por el instrumento de cuerdas, la cual no era fortuita sino genética. Entendió desde entonces, su inquietud de tocar cualquier cosa para sacarle sonido. Su primera experiencia musical comenzó cuando cogía a escondidas la guitarra que dejaba guardada en su casa el novio de su hermana mayor para practicar con ella. Desde aquel momento, se le metió el gusano de la música e imaginaba recorrer las principales capitales del mundo cantando sus canciones. Al enterarse por sus parientes que su padre había ido a otra región del país, no vaciló en buscarlo.
Cuando estuvieron de frente lograron abrazarse para sellar un encuentro de sangre. Después no se vieron más.
La desgracia siempre hostigó a la familia del ‘Cantautor’, la cual no logró afectarle su aspiración de ser un gran artista. La muerte de su señor padre de un infarto cardiaco, tiempo después de haberse reencontrado con él, lo golpeó fuertemente. No pudo ir al sepelio, porque se enteró días después. La segunda tragedia de la familia fue el fallecimiento de su señora madre, dos años más tarde, también de un infarto, cuando apenas cumplía los 21 años de edad. Desde entonces, la muerte los persiguió como la peor de las maldiciones, toda vez que se ensañó con ellos. Pareciera que estuvieran pagando un karma con sus propias vidas. De los siete hermanos dos lograron sobrevivir a la persecución maligna. A pesar de la fatalidad de la familia nunca desistió de lo que quería ser en la vida. Una vez logró reponerse de la muerte de sus padres, visitó las emisoras del pueblo y de la región para entonar las canciones que componía de sus experiencias vividas y de las que veía también. Desde una parranda hasta cualquier contratiempo que le sucediera a un amigo o pariente, le sacaba punta para hacer una composición, que después la cantaba en las estaciones radiales en vivo y en directo. Si a los oyentes les encantaba la canción, los complacía repitiéndola. No había un instante en que el ‘Cantautor’ no estuviera tocando su guitarra para componer lindas canciones. Le brotaba de su inspiración cantarle a la novia del momento. Como lo hacía con sus amigos entrañables que lo acompañaban donde le tocara actuar.
Logró armar un círculo de amistades que se convirtieron en sus escuderos y aliados para afrontar cualquier infortunio del día. Como aquel en el que se había encerrado en uno de los vagones de un tren para no ser agredido por el domador de fieras del circo, que esperaba a que saliera con un fierro en las manos para hacerlo picadillo por estar seduciendo a su novia, una trapecista. Por fortuna aparecieron sus amigos para auxiliarlo y evitar que el mastodonte, un pesista que tenía los hombros del tamaño de dos llantas de carro, le causara algún daño.
Era un enamorado empedernido que hacía gala de su pinta de gringo con cualquier mujer que le cayera en gracia.
Ni las mujeres de la familia de su único compadre se escaparon del galanteo del ‘Cantautor’ cuando llegaba a visitarlo. Logró enredarse con la hermana, pero su interés era la hijastra de su gran amigo, quien comenzó a sospechar de sus intenciones.
En un cumpleaños su compadre invitó a muchas de sus amistades a su casa, en especial a un compañero a quien habían apodado ‘Todohierro’—un revendedor de chatarra militar, gigante de más de dos metros de estatura, de un peso aproximadamente de 130 kilos, que calzaba 49 y era talla 44 en pantalones— para que lo acompañara a tomarse unos tragos y comerse un sancocho de cincuenta sábalos, de esos que no crecen más, con una picada de huevas de lebranche y bollo limpio, que le habían traído de Isla del Rosario. En el momento de la celebración apareció el ‘Cantautor’ con sus muchachos a darle la gran sorpresa. Le había compuesto el día anterior una canción, que después sería una de las más pegadas de su repertorio.
—¡Cómo me iba a olvidar del cumpleaños de mi único compadre! —dijo.
Una vez el ‘Cantautor’ terminó de cantarle la canción, su compadre como hombre de una gran fortaleza, lo cargó y se lo subió al hombro izquierdo y después se lo pasó al derecho para hacerle una promesa de gallero de aquellos de raza de pescuezo pelao:
—Compadre, el día que te cases te regalo la cama matrimonial. Al día siguiente cuando despertó de la noche de parranda, el ‘Cantautor’ se vio rodeado de enormes cangrejos azules, e hizo un movimiento brusco para espantarlos, estos, al contrario, antes de esconderse mostraron sus enormes pinzas en posición de defensa. Al rato, se fueron por los hoyos por los que habían entrado al cuarto y él pudo contarle a sus amigos el susto que había pasado en una de sus conversaciones matutinas cuando se dirigía a la ciudad de Barranquilla a presentarse a la emisora de mayor sintonía del momento. Salió a las siete de la noche en el último viaje del barco a vapor anclado en Puerto Nuevo, donde había también una estación de locomotoras que recogía a pasajeros de las embarcaciones para transportarlos hacia otras zonas del departamento. Llegó al día siguiente bien temprano, cuando apenas salía el sol, para dirigirse a la estación radial a hacer su estreno como cantante de música popular. Vestía smoking blanco y corbatín negro, lucía cabello engominado y estaba acompañado de su inseparable amiga, la guitarra. Conoció el movimiento y desarrollo de la capital del Atlántico para contagiarse de su ambiente y hospitalidad. Era una ciudad en la que la idiosincrasia y el estilo de vestir eran iguales a los de su pueblo, por lo que no se sintió forastero cuando pisó tierra atlanticense.
Al llegar a la emisora, el director, sin tanto protocolo, lo acomodó en un espacio los domingos en las horas de la mañana para que hiciera un programa de media hora con dos músicos más, una segunda guitarra y un guacharaquero. Desde entonces, se sintió extraño e incómodo, por lo que pensó por un momento en regresarse a su tierra para seguir cantando en la emisora local. Sin embargo, su ambición de surgir como cantante lo aguantó para aceptar su nueva realidad. Era la oportunidad que siempre esperó. De esa manera, logró realizar en las condiciones más precarias el programa para darse a conocer como intérprete y que sus canciones se escucharan.
Para mantener el programa se vio en la necesidad, por exigencia del director, de vender propaganda en una ciudad en donde nadie lo conocía. Acordó con el grupo salir a visitar el comercio para buscar los patrocinadores para este fin. Lograron tener suerte al conseguir varios, lo que le permitió sostener el programa por más de un mes. A las propagandas les hacía un arreglo musical para cantarlas, lo que les gustó a los anunciantes, para seguir pautando en el espacio.
En vista del éxito del programa, el director terminó llamando al ‘Cantautor’ para que fuera el cantante estelar de la emisora, sin necesidad de vender propaganda, sino que le pagaba por su participación en el nuevo programa, que iba los días lunes de cada semana después del radioperiódico de la emisión de la noche. Ante la sintonía arrolladora, el director decidió ampliar el espacio a tres emisiones a la semana. El ‘Cantautor’ se sintió un artista en ascenso. De vendedor pasó rápidamente a ser la estrella de la estación radial, producto del gran volumen de propaganda que estaban facturando.
Cuando salía de la emisora lo esperaban cientos de admiradoras para firmarles autógrafos, también propietarios de los mejores clubes y cabarés de la ciudad lo contrataban al instante para programarlo en sus carteleras estelares. Desde entonces, entendió la dimensión de su fama. Se estaba haciendo célebre por sus canciones, que comenzaron a gustar y a ser comentadas en los programas de la misma emisora, porque la competencia no permitía al personal promocionar artistas que no fueran de su planta, por el temor a ser despedidos. De esa manera, su carrera arrancó para consolidarse como un artista de primera.
Se logró dar el lujo en una misma noche de cantar en un cabaré y salir enseguida para el de al lado. En el famoso Barrio Chino, en el que se encontraban regados los más importantes sitios nocturnos de la ciudad, se escucharon sus canciones y se conoció su figura. Como se convirtió en uno de los artistas favoritos del momento, por el buen billete que ganaba, pensó en un instante que podía vivir de sus canciones. Muchas de sus composiciones eran románticas por la letra que les dedicaba a sus enamoradas; otras llevaban mensajes de corte social, para reprochar cualquier situación de la vida real, como la canción que les compuso a los policías, que se le convirtió en un dolor de cabeza por la desgracia que pudo causar, cuando le entregó el acetato de 78 r.p.m. a su compadre, en la cantina La Venganza, en la que se encontraba bebiendo con varios de sus amigos. El compadre le dijo al cantinero que lo colocara en la vitrola, lo dejara correr y pusiera una ronda de cervezas a la mesa. Cuando comenzó a sonar el disco titulado ‘Cara e’ perro’, una patrulla de la policía con varios agentes a bordo, pasaba coincidencialmente por el lugar, escucharon la letra de la canción y decidieron bajarse para ingresar al establecimiento y ordenarle al cantinero retirarlo por irrespeto a la autoridad. Este hizo caso omiso a la orden del policía. Entonces, el uniformado procedió a quitar al acetato del equipo y el compadre reaccionó saltando como un tigre de la mesa para arrancárselo y decirle que le pertenecía. Entregándoselo otra vez al cantinero para que lo volviera a colocar.
—Déjalo correr nuevamente y pon otra ronda de cervezas a la mesa —le dijo–. Aquí si hay policías ‘cara e’ perros.
Los problemas eran la esencia en la vida del compadre, porque siempre lo buscaban sin que él los eludiera. Era un macho alfa de una gran fortaleza, la cual adquirió de tanto levantar las tártaras de pan que metía en el horno de la panadería de propiedad de su familia, que estaba ubicada en una de las esquinas del mercado, a una calle del caño. Era un militante del Partido Liberal, que defendía a capa y espada, y del que fue dos veces concejal en el pueblo. Se le revolvían las tripas cuando denigraban de su partido y si el insulto venía de un agente del orden, salía al paso para responder con dos piedras en las manos. Fue el día en el que se encontraba tomando con sus amigos en el mismo negocio, La Venganza, cuando de repente un agente chulavita ingresó al establecimiento para insultarlos sin motivo alguno.
—¡Abajo los cachiporros HP! —dijo el policía.
Como era costumbre, para donde saliera el compadre llevaba su revólver calibre 38 largo cargado y con varias municiones de reserva, por si las moscas la pelea se extendía, por lo que se lo dio a guardar al cantinero antes de ponerse a beber. Ante el insulto del uniformado, se acercó sigilosamente a este para decirle al oído que le devolviera el arma. Cuando la tuvo en sus manos encaró al policía para solicitarle respetuosamente que repitiera lo que había dicho.
—¡Abajo los cachiporros HP! —replicó el agente.
Una vez terminó de pronunciar el insulto el agente sintió el calor de la bala disparada por el arma del compadre, que le atravesó el brazo derecho para dejarlo mal herido. De ahí lo que él recuerda es que le tocó esconderse por un largo tiempo para que no lo capturaran los chulavitas que lo perseguían día y noche para dar con su paradero, el cual nunca supieron, a pesar de que constantemente llegaban a su casa a desarmarla de pies a cabeza buscándolo. Fue la peor de las pesadillas que vivió su familia, puesto que no tenía tranquilidad. Nunca pudieron encontrarlo por la ayuda que recibía por parte de sus amigos, que lo escondían en sus casas o en cualquier otro lugar.
En plenas fiestas de Carnaval sus amigos lo disfrazaron de mujer para engañar a los chulavitas y poder trasladarlo a otro lugar del pueblo. Con sacos de harina de la panadería le confeccionaron una falda y una blusa y le pusieron unos brasieres de su mujer que rellenaron con trapos, y lo pintaron con los coloretes que le regaló la anciana vendedora de abanicos de palma seca, para completar el disfraz, y de esa manera poder pasar desapercibido. Cuando terminaron de disfrazarlo, los mismos amigos dijeron que era la mujer más horrible que habían visto en todas sus vidas. Para sacarlo del pueblo, por la constante persecución de la policía, un cura de filiación liberal le prestó una sotana para camuflarlo de sacerdote. Cuando pasó por el lado de los uniformados, el falso cura los bendijo para que tuvieran un magnífico día.
El ‘Cantautor’ siguió componiendo y presentándose en las emisoras del pueblo como en las ciudades de Santa Marta y Barranquilla para extender y consolidar su fama de cantante de música popular. Muchas de sus canciones llevaban los arreglos de un gran compositor y arreglista que aprendió la música con una maestra cubana que llegó al pueblo a enseñar los diferentes ritmos musicales. Las letras de sus canciones las anotaba en las cajetillas de cigarrillos Pielroja sin filtro, después de fumar, y posteriormente las escribía en el pentagrama para que quedara oficializada su creación.
Era un extraordinario músico innato que encauzó al ‘Cantautor’ en la composición de la música antillana para darle magia a sus interpretaciones. Largas tardes se pasaba con el maestro para escuchar sus consejos y ensayar con su guitarra nuevas piezas musicales, que después cantaba en los lugares en los que se presentaba. Así aparecían en las carátulas de los acetatos que grababa en la ciudad de Cartagena en una casa disquera de gran renombre. Una de sus composiciones reconocidas y que hizo famoso al ‘Cantautor’ fue ‘José, dame tu mujer’, que sin el consentimiento del maestro le cambió parte de la letra y del título para colocarle ‘Dame tu mujer, José’, lo que este nunca le perdonó, a pesar del éxito que tuvo la canción.
El ‘Cantautor’ saltó de lo parroquial a lo regional interpretando canciones de compositores de otras regiones. Logró grabarles a los juglares del Valle de Upar con su trío, para darlos a conocer. Cuando decidió entonar ritmos musicales diferentes a los acostumbrados sintió que estaba inventando otra métrica, por las exquisitas piezas de arte que cantaba, las cuales llevaban un mensaje subliminal. El encanto era su voz que seducía, pero a muchos les parecía añeja por su tono. Lograron confundirla con la de un anciano, pero al conocerlo personalmente cambiaron de parecer: no era senil sino un joven que cantaba con sentimiento en sus composiciones basadas en la vida real.
Era una voz andina que no compaginaba con su edad. Tenía ángel, lo que le permitió abrir puertas para ubicarse entre los cantantes del momento. Los juglares se dieron a conocer por sus interpretaciones magistrales, y le reconocieron la patente de ser el gran inventor del nuevo ritmo de la música vallenata con guitarra, a sabiendas de que sus composiciones eran esencialmente música popular en los ritmos de son, vals y paseo. Este último era con el que se sentía más cómodo, por la forma como le fluían las ideas. Sus grandes creaciones musicales fueron escritas en ese estilo, lo que lo impulsó a posicionarse en el canto popular del momento, a pesar de la influencia de la música cubana, mexicana y argentina que sonaban con mucha fuerza.
Cuentan los viejos de la época que mientras todos hablaban, el ‘Cantautor’ le ponía atención a lo que decían para después narrarlo en sus composiciones. Así fue como desarrolló el agudo oído para captar ideas y situaciones del momento. De esa manera, compuso uno de sus grandes éxitos en una tomadera de tragos, luego de un partido de fútbol, en uno de los negocios que quedaba a los alrededores de la estación, el cual logró sobrevivir a las balas de las ametralladoras austrohúngaras Schwarzlose y los fusiles Mauser disparadas por el ejército colombiano comandado por el general Carlos Cortés Vargas, contra miles de trabajadores que se encontraban reunidos en el sitio esperando a que amaneciera para dirigirse a la ciudad de Santa Marta a exigirle al gobernador del departamento para que interviniera ante la situación de abuso de la compañía bananera.
Los jugadores llegaron al negocio La Tranca donde preparaban el mejor guarapo del momento para refrescarse después de un agotador y reñido partido de fútbol. Al final, salían embriagados por el alto grado de alcohol que contenía la bebida, la cual nunca supieron cómo la preparaban, lo único que sabían era degustar su delicioso sabor. Los propietarios del negocio, emigrantes del interior del país, llamaron a la bebida ‘Chichema’, que era la combinación de guarapo de piña con uva fermentada, envasada en tambores de madera para añejarla y darle el toque exquisito al manjar etílico. Mientras los jugadores de ambos equipos se embriagaban, el ‘Cantautor’ craneaba cómo sacarle provecho a la situación para llevarla a una de sus composiciones. Después de tanto pensar y escribir, logró componer a ritmo de paseo uno de sus grandes éxitos, ‘El ron de Vinola’.
El lugar se hizo popular por la bebida que preparaba uno de los propietarios del negocio, y su fama quedó grabada en un acetato que fue todo un hit de temporada.
Los éxitos del ‘Cantautor’ seguían escuchándose en las emisoras, cabarés, academias de baile, cantinas y fiestas familiares. Cada día su fama se extendía más por la región por sus canciones, que fascinaban a las distintas generaciones del momento. Él era un ‘mono’ al que le decían que tenía pinta de gringo por su color de piel y su pelo, orejas sobresalientes, cuello largo con una enorme nuez que parecía que se había tragado una pepa de mamón, de boca pequeña, de labios delgados y ojos claros; vestía de smoking blanco, corbatín negro y tenía el pelo engominado. Se inspiró un día para componer una canción de la desgracia de un extranjero que conoció a una cienaguera en la espléndida ciudad de Bruselas, con la que se casó en una de sus imponentes iglesias de estilo gótico, para posteriormente radicarse en el pueblo. El extranjero logró adquirir varias hectáreas de tierras en la zona bananera para dedicarse a la agricultura, especialmente al cultivo de frutas tropicales. Contrató a un polaco radicado en el pueblo, quien hablaba un castellano enmarañado, pero el movimiento de sus labios daba a entender lo que quería decir. El sector era uno de los más estratégicos de la zona para dicho sembrado. Llegado el tiempo de recoger la cosecha de frutas, la noche anterior unos bandoleros de la región habían entrado para arrasarla y dejar viendo un chispero al foráneo, que no se cruzó de brazos, todo lo contrario, tomó las medidas del caso.
En su plan de venganza, sembró unas semillas importadas de yuca en un lote abandonado al lado de su finca para tenderle una trampa a los bandidos, pues estaba seguro que regresarían por más. No sin antes, explicarles a sus empleados que la yuca sembrada contenía cianuro de alto riesgo para el consumo humano. Tal como lo había pensado el extranjero, sucedió el mismo caso de la cosecha anterior.
El foráneo solamente esperaba el resultado de su perversidad. Tiempo después, se enteró que algunos consumidores de los panderos que expendían unos vendedores callejeros en la estación del ferrocarril se
habían intoxicado y fallecido. Los panderos estaban preparados con yuca envenenada robada días antes. Un bacteriólogo que prestaba sus servicios en un pueblo de la zona descubrió la causa de la intoxicación por su consumo al realizar los exámenes pertinentes a varias personas afectadas.
Ante la desgracia, el ‘Cantautor’ se inspiró para componer el paseo ‘Los panderos de la zona bananera’. Entretanto, el forastero se lamentaba de la situación toda vez que el tiro le había salido por la culata, porque los bandoleros seguían haciendo de las suyas.
A la 1:30 de la madrugada el ‘Cantautor’ se complicaba. Su respiración comenzó a fallarle y las fuerzas lo abandonaban. Los terribles dolores estomacales se intensificaron. Logró regresar a la cama con la ayuda de su esposa, que veía que la angustia se prolongaba por la terquedad de su esposo de no internarse en el hospital para que le dieran un diagnóstico. El presentimiento de ella era el mal trago que le habían dado en una de sus giras por los síntomas que presentaba, pero nunca tuvo la certeza de esa premonición puesto que jamás lo acompañó a sus presentaciones.
Era una mujer hogareña que se dedicó a atenderlo. Cuando salió embarazada, se sintió la mujer más feliz del mundo porque su hijo era el mejor cantautor del pueblo, quien siempre le decía dónde localizarlo por si ocurría cualquier percance en su casa. El mismo comportamiento que mostró con sus hermanas y su madre, quienes no se angustiaban porque sabían dónde y con quién estaba. La fragilidad de su contextura no le daba la ventaja de ser un hombre de confrontaciones, por lo que jamás se vio envuelto en peleas callejeras como consecuencia de su actividad musical, la cual levantaba celos y envidias no deseadas. Su fama se extendió como pólvora por la región, lo que le permitió conocer muchos lugares y sitios donde pudo demostrar su talento de cantautor de música popular. No solamente cantaba para establecimientos nocturnos, sino también lo hacía cuando lo contrataban para eventos románticos a altas horas de la noche.
Dicen sus amigos que, en una de esas salidas, al ‘Cantautor’ se le acercó un muchacho de su edad, de contextura gruesa, mulato, alto, de cortos bigotes y de suaves manos de seda para contratarlo para que le cantara una serenata a su prometida un día antes de sus cumpleaños. Después de acordar el precio de la presentación, le avisó al resto del grupo para que fueran vestidos de smoking porque iban a presentarse en uno de los cabarés ubicados en el barrio Los Foquitos, en la conocida Zona Rosada.
Se encontraron en el sitio de siempre: plaza principal, a un costado de la catedral, para recibir las energías del santo templo. Una vez se saludaron, se dirigieron a pie al barrio para cumplir con el compromiso adquirido.
Llegaron precisamente al sitio que les había indicado el prometido, un inmenso palo de mango de azúcar, para que la prometida no sintiera ni siguiera el aroma de su colonia. El novio llegó vestido de saco color blanco, pantalón color azul turquí, corbata de color rojo ladrillo y un sombrero andariego para hacer gala a la ocasión. Después de esperar un largo rato a que la casa de la novia quedara a oscuras, el novio dio la señal de que se acercaran a la ventana de su cuarto para comenzar la serenata. En un cuchicheo los amigos del ‘Cantautor’ le reclamaron el mal momento, toda vez que no les había hablado de esa presentación, sin embargo, este le replicó que eran gajes del oficio. Cuando los cuatro estaban alineados para comenzar, el prometido le dijo que iniciara con un bolero de los más románticos. El grupo entonó la canción y a los dos minutos apareció la prometida en bata de dormir semitransparente, con el cabello suelto hasta las caderas, las cuales tenían la figura de una guitarra.
A la bella mujer la separaban del exterior los enormes barrotes de hierro de tres metros de alto de la ventana, para impedir su salida. El prometido sintió la energía de amor de su novia lo que lo obligó a acercársele para entregarle una rosa roja que llevaba en el bolsillo del saco y sellar el compromiso nupcial. Luego de entonar la canción, el ‘Cantautor’ quedó hechizado con la hermosa mujer, que dejó impregnado el ambiente con el olor de sus cabellos, para iniciar la segunda canción, del repertorio de cinco y amenizar la noche romántica de los dos enamorados.
El prometido logró apartarse de la ventana para apreciar al lado de los serenateros el momento mágico de las interpretaciones. Una vez terminaron de cantar, el ‘Cantautor’ y la prometida quedaron electrizados. Como si la flecha del amor los hubiese atravesado al mismo tiempo a los dos. Al día siguiente, la visitó para iniciar un nuevo romance a escondidas. Días después, el prometido sintió un cambio brusco en el trato que le daba su novia, por lo que decidió apartarse para no volverla a ver. El novio la había perdido por una serenata en víspera de sus cumpleaños.
La enfermedad obligó al ‘Cantautor’ a desistir de los servicios del farmaceuta de la vecina población, ya que el medicamento que le venía inyectando no lo curaba, por lo que decidió acudir a los médicos del pueblo, por el prestigio que tenían en la región. Buscó al doctor Clemente Jiménez, que al examinarlo lo remitió de inmediato a un especialista para que lo atendiera por el avanzado estado de la enfermedad. Anteriormente, el ‘Cantautor’ había acudido a los servicios de un botánico que había sido su profesor en el bachillerato, quien también prestaba el servicio de inyectología, para que le aplicara el mismo medicamento. Logró inyectarlo en varias oportunidades, pero no obtuvo mejoría. La tos era más frecuente y el malestar no le permitía continuar en su actividad musical.
Le tocó suspender varios compromisos en la ciudad de Barranquilla para atender lo que lo estaba matando por dentro. Siempre mantuvo en secreto la enfermedad, para no alarmar ni contagiar a nadie por los graves síntomas que presentaba: intensa tos, dolor en el pecho y sangrado al toser. Por lo que en los últimos días de su vida se apartó para afrontar la situación.
Después de varios exámenes de sangre el especialista, doctor Agustín Fajardo, le diagnosticó lo que siempre sospechó: tuberculosis pulmonar. La fatal noticia le produjo un ataque de tos acompañada de un gran sangrado, por lo que el médico pudo observar la gravedad de la enfermedad en su último ciclo. Se encontraba a solas con el galeno cuando recibió la noticia. Le pronosticó poco tiempo de vida. Lo primero que se le vino a la mente fue su carrera musical, su esposa y sus amigos. El medicamento que le venían aplicando no surtió ningún efecto, puesto que su situación se agravaba. Entró en un estado de desesperación y depresión. No sabía cómo reaccionar al diagnóstico recibido.
Una vez salió del consultorio del médico sufrió la segunda crisis de tos. Como pudo, sacó el pañuelo del bolsillo del pantalón para limpiarse, pero este quedó empapado y sus manos se cubrieron de sangre tuberculosa.
En un gran esfuerzo se dirigió a la casa para encerrarse. Una vez se repuso, fue a despedirse en las horas de la noche de su profesor de biología, mas ya se encontraba dormido, por lo que no quiso despertarlo. Fue la última visita que hizo esa noche antes de llegar a la tienda a comprar un tóxico.
El tendero le preguntó si iba a fumigar la ola de mosquitos tigres que estaban azotando al pueblo, y le respondió afirmativamente inclinando la cabeza hacia abajo varias veces. Una vez le despachó el producto se dirigió a su casa para no salir nunca más.
Antes de dormirse, sin que su esposa se percatara del acto de suicidio que iba a realizar, vació la botella del insecticida en un vaso con agua. Al instante, ella apagó todos los bombillos de la casa y fue a acostarse al otro cuarto con el niño, por sugerencia suya, para que no corrieran el riesgo de contagiarse. La mujer quedó con la duda, porque nunca pensó que su esposo estuviera enfermo de una enfermedad maligna, sino que su malestar era por un mal trago que se había tomado en una de sus parrandas. Al final, terminó cediendo.
Se encontraba desamparado en el cuarto, cuando le vino un nuevo ataque de tos. Su expectoración era excesiva, esta vez con mayor flujo sanguíneo por lo que le tocó limpiarse con la toalla con que se secaba después de bañarse. El esfuerzo al toser le produjo un intenso dolor en el pecho que lo doblegó y lo tiró en la cama sin poder moverse. Como pudo, se acomodó para quedar alineado como un cadáver en el féretro. Cuando sintió algo de mejoría se levantó para prender el bombillo y cerciorarse de que la guitarra
se encontraba en su puesto. La vio y se dio cuenta que estaba colgada en una esquina del cuarto como una reliquia milenaria. Se acercó a ella para tomarla por un momento y llevarla a su pecho como la madre lo hace con su hijo para amamantarlo. Tiempo después, la colocó en su lugar para meterse en la cama.
Recordó el día en que se enamoró de su esposa, y también cuando sus padres nunca lo aceptaron porque era un vago músico que no tenía futuro. Se valió de sus cuñadas que le hacían ‘la segunda’ para verse a escondidas. De esa manera, pudieron mantener su noviazgo. Aunque en esa casa estaba prohibido escuchar las canciones de su enamorado por la emisora, meses antes de que recibiera el grado de bachiller, ella encontró a su madre pegada a la radio, por lo que entendió la decisión final de sus padres de bendecir la relación. Cuando se reunió con él en la plaza se lo manifestó. Por lo que decidió presentarse con su mejor vestido al grado de ella, para pedir su mano y hacerla su esposa.
La lucidez que tuvo por un momento fue interrumpida por un nuevo ataque de tos que lo hizo levantar. Su esposa al sentirlo, también decidió hacerlo. Eran las dos de la madrugada. Fue cuando le sacó la mecedora de mimbre al patio para refrescarlo con el abanico de mano por el sofocante calor que hacía. Una vez respiró el aire halló un poco de alivio. Su cónyuge fue a la cocina a traerle la toma de raíz de malvavisco para calmarle la tos. Los efectos del insecticida aceleraron su proceso para adelantársele a la fatalidad de la enfermedad. Cuando ella regresó con la infusión lo encontró profundamente dormido. Lo llamó varias veces, pero este no respondió. Quedó en la mecedora con los brazos extendidos rozando el suelo. Al instante, se escuchó el segundo canto del gallo, anunciando un nuevo día. No quiso terminar naturalmente su corta vida como le pronosticó el especialista, sino que aligeró su destino para no seguir soportando la inclemencia de una enfermedad crónica incurable, que lo consumió rápidamente para acabar con un proyecto de vida que apenas florecía. Tampoco quiso ser carga para nadie, ni mucho menos que lo responsabilizaran del contagio a otras personas por la patología que padecía. Murió intoxicado por su propia decisión, no de un mal trago como siempre aseguró su esposa. Se adelantó a ese infortunio irreversible.