Reproducimos el primer capitulo de la novela El descenso de Jesús al inframundo del escritor Carlos Herrera Delgáns, bajo el seudónimo de Marcus Compostela, disponible en la plataforma amazon.com en el formato eBook.

Caronte, el transportador de almas

El centurión extendió el brazo para traspasar con la punta de su lanza la carne del Mesías y comprobar su deceso. Al retirarla del cuerpo sin vida, un chorro de sangre divina salpicó su rostro y quedó aturdido por un momento. Arrojó la lanza para limpiarse el espeso líquido que cubría sus ojos y al abrirlos pudo ver nítidamente a sus compañeros a un costado y a los tres hombres moribundos crucificados.

    —¡He recobrado la visión! —exclamó.

    —Terminemos esto rápido para irnos a casa —dijo el otro soldado agotado por las largas jornadas a las que fueron sometidos.

     Anteriormente el centurión tenía la vista borrosa y esto hacía que viera con opacidad. Levantó la mirada para apreciar al hombre que le devolvió la claridad visual por infortunio. Este permanecía clavado de pies y manos en la cruz que cargó en el viacrucis hacia el monte de la Calavera para ser crucificado por un delito que no cometió. El Sanedrín lo juzgó y condenó por sacrilegio y lo puso a disposición del procurador romano levantando falsas acusaciones, tales como ser un enemigo del emperador al proclamarse rey y prohibir el pago de tributos al César.

     El procurador en el interrogatorio al predicador no encontró mérito alguno para condenarlo a la pena de muerte, pero ante la presión de los jerarcas de la Iglesia al sentirse incómodos por la misión evangelista de Jesús, optó por lavarse las manos con una jugada diplomática al acudir a una vieja costumbre hebrea de liberar a un prisionero en plenas fiestas de la Pascua.

     —Traigan al predicador y al prisionero —ordenó el procurador.

     Exhibieron a Jesús —con harapos desgarrados y mugrientos por los azotes a los que fue sometido, portando una corona de espinas de tres centímetros de largo en la cabeza de la que brotaba abundante sangre— y a Barrabás, el delincuente más temido por los romanos.

     El sumo sacerdote se movió como un rayo para dar la orden a su séquito de regarse como pólvora entre la multitud para exigir la liberación del criminal.

     —¡Liberen a Barrabás! —gritaban estridentemente una y otra vez.

     El procurador ante la insistencia de la gente terminó cediendo a su petición y ordenando la crucifixión de Jesús.

     —La voz del pueblo, es la voz de su Dios —dijo.

Los hombres a un costado del Mesías, crucificados por hurto, agonizaban en su condena, por lo que los soldados procedieron a partirles las piernas con una lanza de hierro maciza para agilizar su deceso. Minutos después, fallecieron por asfixia.

     El día oscureció como si la noche se hubiese adelantado y los destellos de relámpagos y el estruendo producido por la colisión de nubes amenazaban con una precipitación al vacío.

     —¡En verdad, este era el Hijo de Dios! —exclamó el centurión observando el cuerpo sin vida del Mesías en la cruz.

     La gente se atemorizó por las ráfagas de vientos huracanados que azotaban repentinamente a la población, la tierra tembló, las aves levantaron vuelo para migrar, los perros intranquilos ladraban presintiendo que algo desconocido se acercaba, las casas se agrietaron, el velo del Templo Sagrado de 18 metros de altura se rasgó ante la mirada de pavor de los ancianos jueces, la edificación donde vivía el procurador romano se rajó debido a los estragos de un terremoto y las piedras estallaban como granadas de fragmentación.

     El centurión dio la orden a los soldados de desclavar de la cruz al predicador para entregarlo a familiares y amigos que permanecían en el lugar sin haber podido hacer nada, solo observar el sacrificio de los tantos que se ejecutaban a diario.

    Una vez lo bajaron, las mujeres tendieron su flácido cuerpo en el suelo, lo cubrieron con un manto de una tela blanca y sedosa como la nieve, lo limpiaron con aceites perfumados para retirarle la sangre coagulada que recubría sus heridas producto del castigo despiadado al que fue sometido hasta desgarrarle la carne, lavaron sus cabellos con aguas aromáticas y lo peinaron. Cuando terminaron de asearlo tenía un aspecto tan vivo y sonriente que no creían que estuviera muerto, pensaron por unos minutos que era una de las tantas bromas a las que los tenía acostumbrados. 

     Acto seguido, lo cargaron y lo subieron a una carreta que era empujada por un asno, el mismo que montó para ingresar a la ciudad santa a celebrar las fiestas de la Pascua, que lo transportaría al sepulcro cedido gentilmente por uno de los ancianos del Sanedrín para sepultarlo con los ritos fúnebres.

     —Despertará al cabo de tres días —repitió una mujer cuando los soldados del imperio colocaban la piedra en forma de esfera para sellar la entrada al sepulcro. En ese instante, el cielo rugió por última vez.

A orillas del río Estigia el alma de Jesús sintió el primer escalofrío al llegar custodiada por el dios Hermes, encargado de conducir las almas al inframundo, luciendo un sombrero blanco redondo, vistiendo una túnica del mismo color y calzando unas sandalias aladas que lo impulsaban a volar.      Las aguas eran negras y espesas como la muerte y fétidas como un cadáver en descomposición. En ese momento Jesús tuvo igual temor como cuando fue crucificado, al verse rodeado por inmensos álamos negros en los que anidaban miles de cuervos con sus alas extendidas esperando pacientemente que falleciera la víctima para carroñarla.

     Cientos de almas flotaban en las aguas pestilentes del río de la muerte en busca del lugar para el descanso eterno. De pronto, arribó una embarcación herrumbrosa de aspecto fantasmal como si regresara de la guerra, por lo desvencijada que estaba. Al mando se hallaba Caronte, el barquero, el transportador de las almas de los difuntos al inframundo. Solo tenían que entregar el óbolo, moneda de plata con el rostro de Perséfone, esposa de Hades, dios de las sombras, para abordar. Muchas no pudieron hacerlo al carecer del preciado metal.

     Caronte les indicó con la mano:

     —Caminen que del otro lado del averno se encuentra la otra entrada, la cual es completamente gratis.

     —Jesús, Hijo de Dios, ayúdanos a descansar en paz —le escuchó el Mesías a las almas aferradas a su vestido blanco reluciente al no poder abordar la embarcación.

     Jesucristo se encontraba entre esas almas que no subieron al esquife al no poseer la moneda que exigía el barquero. Sin embargo, este le extendió la mano huesuda para cobrarle el pasaje.

     —Lo siento amigo, no tengo lo que me exiges —respondió Jesús.

     Caronte —un anciano poco amigable, sonámbulo, de piel cadavérica, de barba y cabellos amarillentos que se cubría con un manto oscuro y mugriento— reiteró al Mesías moviendo la cabeza que no podía dejarlo subir sino pagaba el pasaje con la moneda de los muertos.

     Cuando el barquero giró para darle la espalda y zarpar con las almas a bordo, Jesús se interpuso colocando las manos en la embarcación.

     —Espera Caronte, alguna vez en tu vida debes tener misericordia de un alma que divaga en el tiempo buscando el descanso eterno —lo reprendió el Mesías—. No vengo a quedarme en este mundo, sino a llevarme conmigo al Reino de los Cielos el espíritu de los buenos. Es la voluntad de mi Padre.

     El barquero conocía a Jesús, el Nazareno, y la misión que debía cumplir en el mundo de las sombras. Lo observó por un instante y entendió sus palabras. Sintió debilidad al tener que ceder, porque sabía también el castigo que le esperaba si desobedecía nuevamente al dios del inframundo.

     —Sube, Jesús —dijo.

     Caronte había quebrantado la orden de Hades al transportar al semidios Heracles, hijo de Zeus con una mortal, sin pagar el pasaje, por la amenaza de atacarlo con su poderoso mazo. Pagó por su falta un año encarcelado en el Tártaro, lugar en el que purgan penas los más peligrosos criminales del mundo —entre los que se encuentran los titanes, los cíclopes, criaturas de un solo ojo, y los Hecatónquiros, seres de cien manos y cincuenta cabezas— por orden de Zeus, hermano de Hades, luego de vencerlos en la batalla de la Titanomaquía.

     —Caronte, yo me encargo de que Hades no te castigue por desobedecer su orden de transportar almas sin pagar —dijo Jesús—. Te lo prometo.

     Cuando abordó la última de las almas, el barquero impulsó la nave con la pértiga apoyada en el fondo del río para zarpar a los dominios del inframundo donde Hades los esperaba con su esposa Perséfone y el perro de tres cabezas, Cerbero, guardián del reino de los muertos.

Al principio, Jesús permaneció callado y pensativo, pero una vez navegaron por las aguas mansas del Estigia fue abordado por el alma de uno de los ladrones que fue crucificado con él. Lo reconoció al instante y le recordó las palabras que le dijo minutos antes de fallecer.

      —Estarás conmigo en el paraíso —le aseguró Jesús, luego de colocarle la mano en el hombro y sentarse a su lado. Aunque así como ese hombre que hablaba en parábolas era conocido por muchas almas, también las que venían de algunas partes del mundo lo desconocían.

     Jesús se levantó para dirigirse a la proa donde se encontraba Caronte. Era una armadura de huesos prehistóricos, de gran estatura, que sostenía en su mano esquelética un báculo para apoyarse y defenderse también de los ataques de las almas irracionales, las cuales no dejaba subir porque no pagaban el pasaje.

    El barquero en el transcurso del viaje no dialogaba con las almas. Suponía que estas no hablaban, pero el caso de Jesús era distinto. Esta era divina y eso lo hacía especial para él, ya que lo miraba sin la mayor desconfianza.

     —Caronte, veo que eres un ser extraño de poco hablar —expresó Jesús, al acercársele.

     —No vale la pena hablar con muertos —respondió con voz de ultratumba.

     —Comprendo. No obstante, el último suspiro de estas almas que diriges al reino de las sombras cumplió una misión en el mundo de los vivos —dijo Jesús.

     Un silencio se apoderó por momentos del encuentro en el que solo reinaba la oscuridad y una neblina espesa cubría la embarcación haciéndola más tenebrosa. No muy lejos se visibilizaba la tenue luz de una de las antorchas que iluminaba la entrada al inframundo.

     —¡Prepárense para desembarcar! —exclamó Caronte.

     Jesús volvió a ocupar su puesto al lado del alma de uno de los ladrones para alistarse a descender a uno de los lugares que le deparó el destino. Sabía claramente que tarde o temprano tendría que enfrentar la situación. Sin embargo, convivir tres días y tres noches en el inframundo era un paso obligado para su Ascensión al Reino de los Cielos.

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