Relato tomado del libro La metamorfosis del cangrejo del escritor Carlos Herrera Delgáns.
El chorro de humo negro que escupió la locomotora de vapor se sintió a varios kilómetros a la redonda, anunciando su llegada. Al instante, cientos de trabajadores desembarcaban en la estación del ferrocarril para coger rumbos desconocidos. A dos cuadras de ahí se levantaba una majestuosa mansión de arquitectura republicana, de dos plantas, una en el frente y una segunda en el fondo con un balcón con vista a la calle, enormes puertas y ventanas que le daban un aspecto de palacio monárquico, sostenida por columnas romanas para ambientar su grandiosidad y una cítara en el centro de la parte superior que según se dice, seres extraños tocan magistralmente cuando la población dormita.
La edificación levantada refleja el estilo imponente de su propietario, don Portacio Bojanini, un curtido emigrante que llegó al pueblo atraído por las voces de la bonanza bananera que estaba haciendo rica a la gente de la región. Decidió probar suerte en el municipio que comenzó a ver sus beneficios, por la producción y exportación por parte de una multinacional extranjera de la fruta exótica, como llaman al banano, el cual despertó el interés de muchos nativos y de otras regiones del país.
De contextura huesuda, orejas arqueadas, pelo de olas con un largo camino a un costado, de alta estatura y cara de indígena, Portacio Bojanini, resolvió comprar grandes extensiones de tierras en un corregimiento a 30 minutos del casco urbano, llamado Bojanini. La coincidencia entre su apellido y el de la población fue el augurio del comienzo de una época de prosperidad, forjada por el trabajo y no al azar. Tenía la suerte del forastero que llegaba y pegaba enseguida, lo que los ingeniosos de la plaza principal llamaban el predestinado. Pareciera que los astros se hubiesen alineado a su favor para trazarle el destino y rehacer su vida en tierras prometidas. Lo sintió así. No tenía la menor duda que estaba bendecido por el Creador, por lo que quiso iniciar su propio imperio al lado de la multinacional extranjera, a la que le compró una locomotora para sacar su producción de banano.
En poco tiempo, logró convertirse en un gran terrateniente respetado en la zona, que viajó a Norteamérica a traer los planos del diseño de su mansión. Una de las recomendaciones hechas a los arquitectos fue que la casa fuera de estilo republicano, construida en mármol, capaz de resistir la plaga del salitre, los mosquitos tigres y la invasión de gigantes cangrejos azules. Una que se asemejara a las grandes mansiones de los multimillonarios de la capital del mundo para vivir como un monarca.
Portacio Bojanini aprendió velozmente el negocio de la fruta, lo que le permitió ascender rápidamente en el escalafón de los grandes productores de la región. Se logró decir que su fortuna no era producto de la planeación u organización de su imperio, sino del pacto de sangre con fuerzas satánicas para que lo protegieran de los avatares del negocio y de los envidiosos también, que los había a montones, por la forma como la amasó vertiginosamente.
El día de su llegada al pueblo fue recibido accidentalmente por el cura, el notario, el alcalde con su gabinete en pleno y el comité de aplausos con el mayor aprecio, para darle la mayor de las bienvenidas a un huésped ilustre que iba a invertir en la región, cuando realmente las autoridades esperaban al gerente de la compañía que había anunciado su arribo a la población para oficializar las grandes inversiones a ejecutar en la zona. A última hora el empresario canceló su venida.
En la aglomeración, la gente confundió a don Portacio Bojanini con el venerable José Gregorio Hernández, por su parecido. Hombres y mujeres se arrodillaron para pedirle que les hiciera el milagrito de curar sus enfermedades. Cuando el bananero explicó su procedencia dijeron que era un monje Shaolin, que llegó a dar consejos sabios para mejorar sus vidas, como no comer demasiado, no pensar demasiado y no hablar demasiado y de esta manera, traer la prosperidad a las familias desgraciadas por la multinacional bananera que estaba desmejorando su calidad de vida por el pago por medio de vales que únicamente podían hacer efectivos en sus propios almacenes comprando productos traídos del país del norte.
Casas de tablas con techos de zinc reflejaban la situación de miseria en las que vivían familias enteras, que se acostumbraron a comer el jamón de Virginia por necesidad. Los gringos se atrevieron a decir que la civilización en el país había entrado por la zona bananera del Magdalena en la que los pobladores conocieron por primera vez el aire acondicionado que los congelaba, la plancha a vapor que parecía una locomotora en marcha, los baños portátiles y las plantas eléctricas que funcionaban con combustible diésel.
En las plantaciones de Portacio Bojanini comenzaron a suceder cosas extrañas, como la desaparición misteriosa de varios trabajadores. Fenómenos paranormales se registraban a plena luz del día. Muchos de sus obreros lograron ver a gran distancia un inmenso toro que se levantaba como un gladiador espartano, que lucía una inmensa argolla en la nariz por la que botaba humo negro, y tenía ojos que parecían bolas de candela que iluminaban su paso. Los días transcurrieron y no se volvió a saber nada del enorme animal.
Corrió el rumor de que uno de los trabajadores había desaparecido cuando cortaba racimos de banano. Lo último que se supo de él fue que decidió trabajar de largo ese día para irse temprano a casa a festejar el cumpleaños de una de sus hijas. Nunca salió de las plantaciones porque, según uno de sus compañeros que primero lo perdió de vista, después logró ver el forcejeo entre la bestia y el obrero, y de repente todo quedó en completo silencio. En la disputa, pudo visibilizar enormes brazos musculosos que sujetaron el cuerpo del compañero para no soltarlo nunca. En segundos desapareció. El miedo lo acobardó por lo que decidió emprender la huida para salvar su vida. Fue lo único que pudo contar. Al año siguiente fue él la segunda víctima del mitológico animal.
El miedo se apoderó de los trabajadores que de inmediato emprendieron la búsqueda de sus compañeros desaparecidos. Un año después, otro obrero fue hallado muerto de la forma más horrible. Lo encontraron ensartado en la cerca de alambre de púas con los ojos salientes. Los que lo vieron dijeron que la desesperación de escapar de su victimario lo obligó a correr, con tan mala suerte que uno de sus zapatos se atascó con la raíz de un inmenso árbol de trupillo que lo hizo salir disparado como una bala directo al alambrado.
En la búsqueda los trabajadores lograron descubrir una cueva con túneles interminables, nunca antes vista por ellos, de la que salía un fuerte olor a azufre, como si el demonio estuviera esperándolos para recibirlos. No quisieron ingresar sin antes avisarle a don Portacio el descubrimiento, pero este ordenó dejar a un lado esas supersticiones que lo único que hacían eran distraerlos de sus obligaciones. El toro con cuerpo de hombre siguió haciendo sus apariciones, esta vez sin dejarse ver.
Años después de terminada la construcción de la mansión a la que bautizó con el nombre de ‘Isabela’, Portacio Bojanini pudo disfrutar de su majestuosa obra con la mayor fiesta realizada en la región. La élite del pueblo fue recibida y reunida en la casa por el bananero, quien les explicaba, como cualquier guía de turismo, los detalles de la edificación. Grandes orquestas nacionales animaron la noche con la repartición de vino, whisky y comilona al mejor estilo europeo. Los invitados se impactaron tanto con la arquitectónica mansión que muchos coincidieron en decir que era la novena maravilla del mundo.
A las tres de la madrugada, cuando don Portacio despedía al último de los invitados, ‘Isabela’ comenzó a tomar una forma extraña, como si la estuviera cubriendo una capa de neblina en una noche de luna llena. Cerró puertas y ventanas para entrarse a descansar en su inmensa alcoba de cuatro por cuatro. Su señora y sus hijos dormían en la segunda planta. Él decidió quedarse en el primer piso para reposar la agitada noche, en la que empezaron a escucharse extraños sonidos, tales como si alguien se hubiese subido a la parte superior de la mansión a tocar la cítara después de la recepción. Las calles estaban solitarias. Todo quedó en completo silencio, hasta que se oyeron los pasos de varios hombres conversando a medida que avanzaban. Eran trabajadores de la compañía bananera que comenzaron a transitar por la calle de ‘Isabela’ con dirección a la estación del ferrocarril, donde tenía que recogerlos el tren con destino a las plantaciones para realizar labores diarias.
Eran hombres trajinados por una mala vida. Se les notaba la vejez prematura en sus rostros por el maltrato del trabajo a la intemperie. Sus caras parecían acordeones por la cantidad de arrugas que acumulaban, sus cuellos calcinados por el sol se asemejaban a los de los gallos de pelea, sus manos estaban huesudas con muchas manchas producto de los rayos solares y sus cabellos, tostados por el mismo efecto. Eran unos condenados con un destino trazado. Su esperanza era llegar a la vejez, si es que lo conseguían. La locomotora arribó a la hora señalada para recogerlos, cinco de la mañana, y regresarlos a las cinco de la tarde. Así funcionaba el sistema implantado por la compañía bananera que cada día expandía sus tentáculos para hacerse más multimillonaria y los trabajadores más pobres. Esperaban el día para reventar las cadenas de la esclavitud laboral.
A plena luz del día don Portacio fue informado acerca de que uno de sus empleados había aparecido ahogado en un canal de riego, con la cabeza en el fondo y el cuerpo afuera de este con las uñas llenas de tierra. Daba la impresión que luchó por su vida para no ser asesinado. Su cuerpo se encontraba intacto. Horas después, de dar la orden de sacarlo sin que nadie se enterara a Portacio Bojanini lo devoró el laberinto de matas sin dejar rastro alguno. No lo volvieron a ver durante el día. El comentario fue que el toro con cuerpo de hombre se lo había llevado. Otros fueron más allá, al decir que fue a reunirse con el mismo demonio para pedir por la liberación de los compañeros que habían desaparecido misteriosamente.
La superstición se había apoderado del estado de ánimo de los trabajadores que veían que las horas pasaban y el patrón no aparecía. Creyeron que había corrido la misma suerte de los demás. Cuando se disponían a buscarlo, don Portacio apareció sin ningún rasguño. Lo único que dijo fue: “Es hora de irnos a descansar”. El capataz de la plantación sintió un fuerte olor a azufre al pasar a su lado. Prefirió guardar silencio sin hacer el más mínimo comentario. Al llegar a la casa no fue capaz de referirle el caso a su mujer, que lo notó tembloroso y más cansado que de costumbre. Le preparó una infusión de yerbas medicinales para los nervios. Así pudo dormir.
En la mansión, Carmen, la sirvienta de la familia, comenzó a notar que las cosas cambiaban de lugar extrañamente, como si tuvieran vida propia. Pensó por un momento que don Portacio o su esposa lo hubiesen hecho sin haberle dicho nada. Cuando se encontraba brillando los pisos presintió que la estaban observando desde algún lugar de la casa. Sintió escalofrío por primera vez. Por mucho que buscó no logró encontrar a nadie.
Una vez terminó con su labor escuchó un niño que se paseaba en un triciclo por la casa, pero no lo pudo hallar. El olor penetrante a tabaco la dirigió al patio, aunque era raro sentirlo en la mansión donde sus patrones no fumaban. Al día siguiente, cuando lo barría logró ver a un perro negro de raza Doberman con una enorme lengua que arrastraba por el suelo y de ojos rojos como bolas de candela, que corría por el lugar. Cuando intentó alcanzarlo, el animal desapareció como por arte de magia para no volverlo a ver. Estaba aterrorizada por lo que sucedía en la casa, que prefirió no comentarles a sus patrones hasta tanto no se cerciorara de que había visto algo real y no producto de su imaginación. Quedó más horrorizada el día en el que se encontraba limpiando el clóset de su patrón, cuando al dar la espalda sintió que dos manos esqueléticas se posaban sobre sus hombros y se privó del susto. Pensó que era una calavera viviente, lo que la hizo perder la voz por segundos. Al abrir la puerta del cuarto para salir corriendo se dio cuenta que eran dos ramas de olivo que su patrón mantenía en el ropero para espantar los malos espíritus que lo atormentaban. De repente escuchó tres toques en la puerta de la calle anunciando la llegada de alguien. Ella sabía que era don Portacio por la forma de tocar. Una vez la abrió, hizo su ingreso la figura de su patrón para saludarla de la manera más amable. El saludo fue correspondido por la empleada que percibió, una vez atravesó la línea de entrada a la casa, el olor a azufre impregnado en su ropa. Se colocó los dedos pulgar e índice de la mano izquierda en la nariz para evitar respirar el putrefacto olor que contaminó por segundos el ambiente. Tuvo la sensación de vomitar, pero logró contenerse hasta que él entró.
—La señora se encuentra en el segundo piso, don Portacio —dijo la sirvienta.
—Gracias, Carmen —dijo él.
—¿Va a cenar, señor? —preguntó ella.
—Más tarde —dijo—. Me voy a bañar para relajarme.
—Como diga, señor—. Le recuerdo que el alcalde estuvo buscándolo —le informó ella.
—¿Qué dijo? —preguntó don Portacio.
—No me quiso decir señor, solo dijo que regresaba.
—Ya lo llamo —dijo él.
La masacre de las bananeras y la depresión económica mundial, un año después, trajeron como consecuencia la grave crisis al sector exportador que se agudizó aún más con la salida de la compañía de la región, puesto que los gobiernos liberales posteriores a la masacre obligaron a la multinacional a negociar con los trabajadores, para mejorar sus condiciones laborales. El vale que expedía a los obreros fue eliminado para que estos recibieran por primera vez sus salarios en pesos oro, como ellos lo reclamaban.
La compañía sintió el apretón de las medidas oficiales obligándola a reducir su producción con lo que se vieron afectados los productores nacionales que decidieron recortar el personal en las plantaciones, las cuales comenzaron a marchitarse y a ser atacadas por plagas por la falta de mantenimiento. Portacio Bojanini tampoco dudó en aplicar la misma fórmula de reducir la planta de trabajadores de sus fincas para asumir la nueva realidad de la producción del oro verde. Los años posteriores fueron los más difíciles en la historia económica de la zona bananera. De los 65 millones de racimos que exportaba la empresa al año, se redujo a menos de la mitad, lo que fue erosionando la situación para volverla insostenible. Mientras los trabajadores reclamaban justicia por sus muertos, la multinacional se iba diluyendo en el tiempo hasta tocar fondo. La crisis obligó a la compañía a vender y alquilar las más de sesenta mil hectáreas de tierras que habían adquirido.
La época de la bonanza bananera permitió a muchas familias de la región vivir una vida de placeres y de fantasías, en la que lograron construir inmensas mansiones de arquitectura ecléctica y realizar viajes de compras y turismo a la ciudad de Bruselas, donde se concentraron los encuentros de las familias adineradas del pueblo.
Portacio Bojanini vivió los mejores años de su vida en el pueblo, donde logró levantar su propio imperio con la producción del banano, lo que le permitió ser generoso con la gente, entregándole en donación al gobierno lotes para la construcción de colegios y del principal centro hospitalario de la población. A raíz de las donaciones, al bananero lo responsabilizaban cada año de las muertes de estudiantes y profesores en trágicos accidentes, pues se dice que dichos decesos eran producto del pacto establecido con el diablo para mantener su prosperidad y riquezas.
—Esos terrenos están malditos —dijo uno de los padres de los fallecidos.
A don Portacio se le veía todas las tardes sentarse en su mecedora de roble macizo a contemplar la majestuosidad de la mansión y ver pasar a la gente para saludarla y que lo saludaran también. En su vejez fue sorprendido por una trombosis que le arrebató su existencia, cuando se acercaba a los cien años edad. Desde entonces, nadie se ha hecho cargo de la mansión por su gran tamaño y por los huéspedes que la habitan, quienes reclaman, con sus apariciones misteriosas, sus derechos como únicos herederos.
De las desapariciones de los trabajadores en sus fincas nunca se volvió a saber nada. Desde entonces, ‘Isabela’ se ha mantenido sola, a la suerte de Dios. Las recomendaciones dadas por Portacio Bojanini a los arquitectos de la obra han producido su efecto en el tiempo: el salitre, los mosquitos tigres y los gigantes cangrejos azules no han podido acabarla, a pesar de sus insaciables ataques. Carmen guarda muchos secretos vividos en la mansión, como el día en que no pudo entrar a la casa por la puerta del patio, como usualmente lo hacía, porque una invasión de gigantes cangrejos azules se lo impedía. Como también el día en que se desmayó al encontrar el cuarto de don Portacio invadido por un enjambre de mosquitos tigres, dándole un aspecto demoníaco. No pudieron picarla porque antes de desmayarse logró cerrar la puerta. El mármol con el que fue construida la edificación se mantiene intacto, a pesar de los embates de que ha sido víctima por el salitre, el cual no ha podido penetrar sus defensas.
La casa de Portacio Bojanini deambula en el tiempo con el consuelo de los recuerdos. El sonido de la cítara se logra escuchar a altas horas de la noche sin saberse quién la toca. Los pobladores que transitan por la mansión han tenido que correr porque han visto apariciones de un niño negro montado en un triciclo con un tabaco en la boca transfigurando gran cantidad de humo como una fumarola y un perro negro de raza Doberman arrastrando su larga lengua y con ojos rojos como bolas de candela paseando por la casa asomándose desde la azotea para desaparecer misteriosamente.
Turistas atraídos por la historia de la casa han alcanzado a husmear por las rendijas de las inmensas puertas y ventanas de ‘Isabela’, logrando ver paredes enteras cubiertas de mosquitos tigres o el patio invadido de gigantes cangrejos azules, y en la noche sentir que son observados por enormes ojos rojos como bolas de candela. Lo cierto es, que los huéspedes de la casa diabólica siguen vigilantes para que el pacto de sangre sellado con Portacio Bojanini, después de muerto, tenga vigencia y continúen cuidando la majestuosa mansión.