POR CARLOS HERRERA DELGÁNS(*)
Horas antes de consumarse la matanza en la estación del ferrocarril de Ciénaga en la plaza del Centenario los almendros de frutos secos permanecían impávidos, sin mover una sola hoja por la abrazadora temperatura de 39 grados a la sombra capaz de freír un huevo de avestruz en solo 30 segundos. Cuentan que era costumbre ver aves silvestres zambullirse en las fuentes de mármol rebozadas de aguas lluvia para refrescar su plumaje del ardiente calor, las palomas aletear juntas alrededor de la basílica San Juan Bautista para espantar a los predadores de sus nidos y las chinchirigüas, pajarracos traviesos, juguetear con reptiles domésticos de cola de látigo y de colores selváticos al devorar jugosas y carnosas hojas de verdolaga su alimento preferido.
De repente, un pelotón de 300 soldados irrumpió la tranquilidad del lugar al salir del cuartel ubicado al costado derecho de la iglesia al tomar la carrera 10 con dirección a la estación del ferrocarril donde se concentraban desde tempranas horas del 5 de diciembre miles de trabajadores de la United Fruit Company para dirigirse una vez amaneciera a la capital de la provincia a exigir al gobernador Núñez Roca, intervenir ante la negativa de los altos directivos de la compañía de recibir la comisión negociadora escogida por los trabajadores para discutir los nueve puntos del pliego petitorio.
El pueblo olvida por momento la tragedia como una horrible pesadilla, pero el fantasma regresa como una maldición gitana cada año al conmemorarse un aniversario más del genocidio en la estación del ferrocarril, al abrirse la herida sin cicatrizar, para recordar sus muertos, que no fueron nueve como lo registró en su momento un general y reproducido por los periódicos y emisoras del momento, sino cientos, otros se atrevieron asegurar que fueron miles al continuar la persecución de los huelguistas por más de mes y medio por la zona bananera donde la orden fue disparar a matar o capturar para encarcelar como vulgares malhechores como siempre los calificó el alto oficial.
Escarbo en los voluminosos libros de historia que se han escrito sobre la masacre en busca de nuevas evidencias pero la frustración es inamovible. Sin embargo, existen pruebas no reconocidas por las autoridades que documentan que los 47 muertos con los que responsabilizaron al general Cortés Vargas, son muchos más. No existe el acervo científico que refute la versión oficial la cual se congeló en el tiempo. Es la reserva militar que se llevaron los fusiles y ametralladoras de los soldados al abandonar la población, a pesar de los testimonios de personas que aseguran que los muertos enterrados en los playones de Agua Coca y los arrojados en altamar fueron centenares.
Los reportes de periodistas e historiadores apuntan que los abatidos cobardemente fueron más de mil, otros más de dos mil y un Nobel afirmó en su obra cumbre que fueron tres mil. Lo cierto es que las evidencia científica no existe ni ha aparecido, a pesar de los relatos de sobrevivientes, en su momento, al presenciar en la estación del ferrocarril como fueron masacrados sus compañeros de trabajo y familiares que los acompañaban por las ametralladoras austrohúngaras Schwarzlose de 7 mm, modelo 1912, utilizadas en la Primera Guerra Mundial, montadas en trípodes y fusiles Mauser con un cañón de 740 mm, alcance de 1400 metros y una velocidad de 850 metros por segundo. Armas a los que se les cargaba una bayoneta de 30 cms de largo, para rematar a sus víctimas. Las vainillas de las balas disparadas quedaron incrustadas en el fango salitroso del lugar para ser recogidas horas después por los mismos soldados en cubetas de madera para no dejar huella alguna de la acción criminal.
Recorro palmo a palmo la estación y sigo con la sensación que el genocidio fue una excusa del general Cortés Vargas para sembrar el terror en la región a fin de intimidar a los líderes de la revuelta a abortar la rebeldía contra la compañía extranjera que decidió asumir el costo de estadía de las tropas en la zona el tiempo que fuera necesario.
El lugar se encuentra atiborrado de vendedores estacionarios y ambulantes ofertando sus productos al menudeo, graneros que abastecen de comestibles buses estacionados con destino al municipio de la Zona Bananera, cantinas de mala muerte sin las rimbombantes prostitutas parisinas de la época en las que un capitán del ejército aseguró eran de su propiedad para justificar el control sobre el lugar de placeres paganos y zapateros remendando calzados desahuciados para complacer a su clientela. Finalmente, termino accidentalmente debajo de la escultura de un joven negroide que se alza con ímpetu en el firmamento como símbolo inequívoco de la lucha fratricida de los trabajadores. Es el hecho más inconsecuente que se haya consumado en la conmemoración de los primeros 50 años de la masacre (1978), al distorsionarse la lucha de campesinos y obreros al sublevarse contra la tiranía de una compañía extranjera a la que reclamaban mejores condiciones laborales y no por la liberación de los negros sumisos, que se recuerde se dio el 21 de mayo de 1851 en el gobierno del presidente liberal José Hilario López.
Me convenzo aún más que el único oficio del general Cortés Vargas era frustrar como diera lugar el plan de los huelguistas al llegar a la estación como aves migratorias a concentrarse para partir temprano al día siguiente a la capital de la provincia para exigir al gobernador su intervención ante la negativa de la multinacional de recibirlos bajo la prerrogativa que estos no eran sus trabajadores sino de los esquiroles, intermediarios que contrataban personal para laborar en la compañía.
Desde que llegó el general a la población, 27.000 habitantes para la época, se empeñó en perseguir a los huelguistas, en su mayoría analfabetas, sabiendo con antelación que el único oficio que desempeñaban era, para ganarse la vida honradamente, cortar y embarcar la fruta en las locomotoras y barcos, porque de confrontación con las fuerzas del orden poco entendían, pero unos revoltosos comunistas del interior, con ínfula de revolucionarios, terminaron convenciéndolos al paralizar las operaciones de la multinacional como única medida para que les prestaran la atención requerida.
—Armaron el mierdero y se fueron —dijo uno de los familiares de los muertos.
La compañía actuaba como un Estado dentro del Estado colombiano al tener el respaldo absoluto del Gobierno Nacional al dar la orden de restablecer el orden público en la zona como diera lugar. Desde entonces, los ciudadanos vivieron días difíciles al ser tomada la población por los uniformados al mando de un oficial del más alto rango militar que defendía los intereses de la compañía extranjera y no la de los trabajadores. No solo se respiraba en el ambiente sino que se veía en el accionar de este.
Sigue siendo un misterio el número exacto de muertos y heridos de la huelga de las bananeras en el momento en que el ejército colombiano abrió fuego contra los manifestantes aglomerados en la estación del ferrocarril la madrugada del 6 de diciembre de 1928. Después, a finales del mes de enero del año siguiente, los uniformados abandonaron la población al restituir el orden público y la compañía pudo restablecer sus operaciones. Los daños sufridos por la multinacional fueron incalculables a causa del cese de actividades, mientras que por el lado de los trabajadores las pérdidas fueron humanas, imposible de recuperar.
No he dejado de verificar el lugar de los hechos y cada vez que lo hago alcanzo escuchar el eco de los gritos estridentes de los manifestantes coreando el estribillo: ¡Viva Colombia libre¡ ¡Viva el ejército¡, el llanto de angustia de los niños cargados por sus padres hambrientos y sofocados por el intenso calor que los consumía en vida, el zumbido nítido de los mosquitos tigres al lanzarse al vacío para alimentarse de sangre humana y más atrás, los manotazos violentos de los huelguistas destripándolos en brazos, piernas y espaldas.
Toda una odisea de miles de personas humildes que llegaron a reclamar sus derechos y una compañía con funcionarios arrogantes que se negó atender sus pretensiones. No se descompusieron al ver llegar ordenadamente a los uniformados al lugar con sus fusiles y ametralladoras al hombro para ubicarse estratégicamente en un sector de la estación del ferrocarril para apuntar a quemarropa a la multitud que no se intimidó por su presencia al estar convencida que no dispararían. Estaban decididos a no abortar la misión para partir temprano a la capital de la provincia.
Pueblo contra pueblo de frente, unos armados hasta los dientes y otros llenos de coraje coreando el estribillo: ¡Viva Colombia libre¡ ¡Viva el ejército¡. Llegaron a defender sus derechos a un trabajo digno y bien remunerado. No se movieron hasta que las ametralladoras y los fusiles escupieron fuego.
–Hay tienen los nueve puntos de las peticiones muertas –dijo un alto oficial del ejército al exhibir los nueve cuerpos de los trabajadores asesinados, tendidos en el lodazal pantanoso de la estación del ferrocarril de Ciénaga.
La historia se congeló en el tiempo y 96 años después, se resiste a enmendar.
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*Periodista y escritor