POR CARLOS HERRERA DELGÁNS – [email protected]
El día que empotraron el pedestal de rieles de ferrocarril, de seis metros de altura, en el piso de la Plaza Los Mártires, ubicado en el sector de la estación de Ciénaga, para colgar a un gigante de bronce de catorce metros de alto y de doce toneladas de peso, la población no pudo dormitar durante varios días, pensando que el colosal negro que está flotando en el aire bajaría en cualquier momento a caminar las calles del pueblo en busca de ropa para tapar su desnudez.
Cuarenta y un años después de haber celebrado los primeros 50 años de la masacre de las bananeras del 6 de diciembre de 1928, las críticas continúan contra el gigante metálico, erguido mirando hacia al mar Caribe, empuñando en la mano derecha un machete en son de rebeldía y en la izquierda, una cadena, que hoy no conserva, en señal de haberse liberado del estado de sumisión, por lo que muchos consideran que está en el lugar equivocado.
El monumento luce como su entorno, en pésimas condiciones, por la falta de voluntad de las autoridades locales en hacerle mantenimiento. Las columnas de rieles de ferrocarril empotradas en el piso están oxidadas en muchos de sus trayectos, lo que pone en alto riesgo la estructura, por su avanzado estado de deterioro. La vegetación no se ve por ningún lado, lo que afea aún más la escultura que se mantiene sigilosa. Lo que se puede observar alrededor de la obra es un reguero de negocios de mala muerte, como cantinas sin las rimbombantes prostitutas francesas de la época de la bonanza, expendios de comida corriente al aire libre sin el debido control sanitario por parte de la Secretaría de Salud del municipio, graneros que abarrotan con sus productos las bodegas de los buses estacionados con destino al municipio de la Zona Bananera, ventorrillos de mercancías al detal, zapateros que reviven calzados desahuciados y vendedores ambulantes como arroz, de los cuales sobresale uno, que vende una variedad de artículos para todo los gustos, como el tradicional guineo paso, no en hojas de bijao, sino envuelto en plástico, que al exponerse al infernal sol del mediodía se recalienta como lámina de zinc; cargadores de teléfonos celulares, promoción de paquetes de agujas, cepillos de dientes, gorras, cartillas de pasatiempos y lo que más llama la atención es la cantidad de varas de huevos de iguana que lleva enrolladas en el largo cuello de jirafa, que le llegan hasta las rodillas. Lo detenemos en seco para preguntarle si logra vender en el día todos esos de huevos de lagarto. A lo que responde a flor de labios: “Esto se vende como pan caliente”. De repente llega al sector una motorizada de la policía, y al verla desaparece como alma que lleva el diablo.
–Este es el son de todos los días –dijo.
¿Quién responde por el mantenimiento de la escultura? Todos se miran las caras. Las organizaciones sociales encargadas de la instalación no dejaron claro ese punto. La monumental escultura atraviesa su peor momento desde que fue instalada, al encontrarse a la deriva, sin un doliente. ¿Quién responde por un siniestro? ¿Está asegurada la obra? ¿Existe un acta de entrega del monumento? Son los interrogantes que flotan en el aire sin respuestas.
La enorme figura descuella mohosa por el polvo, la brisa, el agua, el salitre y el sol, que la han embestido insaciablemente tratando de penetrar su coraza, esta, por el contrario, se muestra impenetrable como caparazón de morrocoyo, por lo que se presume que pasarán muchos años más antes que los fenómenos naturales puedan perforar su metálica piel.
Aves como palomas, chinchiriguas y gallinazos posan por momento en lo más alto de la escultura para hacer su gracia fecal y salpicar a todo aquel que se encuentre debajo de ella.
Es una monumental obra de arte. Su creador el escultor antioqueño Rodrigo Arenas Betancur, nunca pensó donarla a un municipio donde la población de afrodescendientes ha sido ínfima, antes y después de la huelga de las bananeras. La figura es de un joven negro chocoano, estudiante universitario, quien posó para que el maestro Arenas esculpiera su silueta en el precioso metal, la cual no era para el municipio de Ciénaga sino para un país de las islas del Caribe.
Sobre este último punto ha existido cierta confusión, puesto que no se ha precisado por los historiadores, escritores e intelectuales, la nación que ordenó al maestro Arenas Betancur levantar la obra. Unos dicen que Aruba, otros que Curazao, mientras que la mayoría afirma que fue Haití. En esa dinámica de especulaciones se ha construido la historia del monumento, por lo que se hace necesario conocer su origen y las razones que tuvo su escultor para crearla.
La versión más creíble es la construida por el historiador Javier Ortiz Cassiani, en su crónica para la revista Arcadia edición No. 156, rotulada, ‘La historia del monumento olvidado de las Bananeras’, en la cual narra lo siguiente: “Y sí, la escultura había sido pensada para que mirara hacia el mar Caribe, pero no desde un lugar del litoral colombiano sino desde la isla de Curazao, en el Caribe insular, cerca de las costas venezolanas. Todo indica que en 1974 el gobierno colonial de la isla holandesa contrató los servicios de Arenas Betancourt para que proyectara un monumento en homenaje a Tula, un negro cimarrón que en 1795 había liderado una revuelta de esclavizados que puso en aprietos a la autoridad imperial de la isla. La revuelta terminó después de varios meses de luchas sangrientas. Tula fue capturado y torturado hasta morir –como se estilaba en la época–, y pasó a integrar la galería de negros rebeldes que, como un prolongado huracán, zarandearon políticamente al Caribe a finales del siglo XVIII. Pero por alguna razón el contrato con los holandeses se cayó y la estatua de Tula no alcanzó la condición de alegoría de las luchas antiesclavistas en Curazao justo cuando se cumplían 160 años de aquella rebelión…”.
Los inconvenientes con la obra del maestro Arenas Betancur se sintieron cuando el gobierno de Curazao decidió abortar el proyecto, por considerar que los rasgos plasmados en la escultura no eran característicos del hombre isleño, por lo que terminaron eludiendo el pago de esta con el argumento que no tenían los recursos económicos para tal fin. Lo que evidencia que la construcción del monumento sí fue acordada entre el gobierno de la isla y el escultor antioqueño, para homenajear a su líder cimarrón. Obra que culminó el maestro Arenas y que tiempo después terminó refundida en su taller, cubierta con un inmenso velo blanco, para protegerla del polvo y de la humedad.
Para aprovechar la situación, viajó a la ciudad de Medellín una comisión integrada por diferentes organizaciones sociales de distintas ciudades del país para llegar al taller del maestro Arenas Betancur y despertar al inmenso negro del sueño de los justos. La posición del escultor hacia los visitantes fue que donaba el monumento con la condición que le repusieran la materia prima que utilizó para fundir la obra, y que asumieran los costos de empotrar el pedestal en el suelo, no con cualquier material, e igualmente, la instalación de la escultura. Las organizaciones sociales tuvieron que realizar una recolecta de miles de llaves metálicas entre la ciudadanía para compensar los materiales empleados por el maestro Arenas en la obra, los cuales fueron bronce y acero.
Es decir, rescataron una obra que estaba empacada para entregarla a los hermanos caribeños, pero que a última hora desistieron de recibirla por serias diferencias con el escultor. Y como lo que se obsequia no se desecha, las organizaciones aceptaron la escultura con sus defectos de construcción, pasando por alto un pequeño detalle: no refleja las características físicas del prototipo del hombre cienaguero y de la región, como son altura, contextura, color de ojos y piel, tipo de cabello y vestimenta, etcétera. Aspectos importantes que debieron tenerse en cuenta por las implicaciones que podía generar en la ciudadanía. Todo lo contrario, adoptaron el atípico monumento por el hecho de que era un obsequio de la casa.
Sobrevivientes de la masacre en la estación del ferrocarril, extrabajadores y familiares, pensaron desde un principio que el hombre que iba a estar colgado en el pedestal con el machete empuñado en su mano derecha, vestido con un ‘amansaloco’ y un pantalón arremangado hasta las piernas, alpargatas y un sombrero de paja, era un ‘culozungo’ purasangre, como símbolo de los sacrificados. Sin embargo, la sorpresa fue otra, privando a la salitrosa de ese privilegio histórico, que por derecho propio tenía más que merecido. Hoy la historia está cobrando ese fatal error.
Para acomodar la escultura a las circunstancias del momento, algo complicado de realizar, sugirieron al escultor hacerle algunas alteraciones, como colocarle un machete en la mano levantada en son de rebeldía y una cadena en la mano izquierda empuñada en señal de haberse liberado de ataduras. Patrón este último, en contraste a la lucha librada por los trabajadores, la cual siempre fue el reclamo de unos derechos laborales desconocidos.
La decisión de las organizaciones sociales de asumir la escultura del joven chocoano como símbolo para conmemorar los primeros 50 años de la masacre de las bananeras, evento realizado el 6 de diciembre de 1978, se volvió un acto más de recriminaciones que de elogios, precisamente por el impacto que generó en la población cienaguera. El inconformismo más generalizado, el cual se mantiene y se exterioriza cada vez que se toca el tema, es que la obra no representa a los cientos de campesinos y obreros que fueron masacrados en la estación del ferrocarril en la madrugada del 6 de diciembre de 1928, quienes comprometidos con su lucha, no se arrugaron ante la intimidación de más de 300 soldados fuertemente armados hasta los dientes, que les apuntaban milimétricamente con sus ametralladoras Schwarzlose y sus fusiles Mauser. Su osadía de retar a un general de la república arrogante y al servicio de la multinacional extranjera, les costó la vida a cientos de ellos, muy a pesar de que la historia no registre realmente el número de muertos acribillados en la estación del ferrocarril y los que terminaron de caer abatidos tiempo después de finalizar el mes de diciembre de dicho año.
Uno de los aspectos más relevantes en la zona bananera es que más del noventa por ciento de la mano de obra que laboraba en las miles de hectáreas de banano de la compañía extranjera y en las plantaciones de los terratenientes de la región, era colombiana, proveniente de diferentes regiones del país. Desde La Guajira hasta los Santanderes, Bolívar, Sucre, Córdoba y Atlántico como de la Sierra Nevada del Magdalena. También llegaron a trabajar a la zona soldados y generales que combatieron en la Guerra de los Mil Días.
La mayoría de hombres que trabajaron en la zona bananera al servicio de la multinacional eran analfabetas, que no lograron terminar ni siquiera la primaria, por la carencia de escuelas y colegios, y los que existían se encontraban en precarias condiciones para la enseñanza.
La compañía, en sus estadísticas, logró reclutar más de 25 mil trabajadores nacionales, a los que no reconocía como sus obreros, sino como contratistas. Fue el primer punto del inconformismo, lo que a la postre llevaría a paralizar la empresa por el cese de actividades. Siguieron otros ocho puntos más.
No solamente en las plantaciones la mano de obra era campesina y obrera, sino también la que laboraba en el puerto de Santa Marta, donde se encontraban fondeando los barcos a vapor de la gran flota blanca esperando a ser llenados de la fruta exótica para zarpar a aguas internacionales.
Christian Vengal, un inmigrante mulato procedente de la isla de Curazao, llegó a Ciénaga en busca de un mejor bienestar para su familia. Tiempo después se convertiría en el presidente de la Federación de Trabajadores del Ferrocarril de Colombia, pieza fundamental en la decisión acalorada que se tomó en su residencia a las 11:00 de la noche del día 11 de noviembre de 1928, cuando la Unión Sindical, los integrantes del Comité Negociador y representantes de 63 fincas votaron la huelga a partir del día 12 del mismo mes, para entrar en cese de actividades en la zona bananera y en el puerto de Santa Marta. En dicha reunión, que registre la historia, no aparece un hombre de raza negra presente en las deliberaciones.
A partir del momento de votar la huelga, la suerte de la multinacional bananera cambió. En el transcurrir de los días sintió el peso de la inactividad debido a las millonarias pérdidas obtenidas, las cuales estuvieron, según la compañía, alrededor del millón de pesos oro, en menos de un mes de paro. Para contrarrestar la decisión de los trabajadores, la empresa contrató esquiroles, obreros que se prestan a realizar el trabajo abandonado por los huelguistas, para el corte y cargue de la fruta a las estaciones, pero estos terminaron sofocando la humarada, saboteando cualquier actividad que emprendiera la empresa.
La parálisis fue total. No se movía una sola hoja de guineo sin que lo ordenaran los organizadores de la huelga. La fruta comenzó a madurarse y pudrirse. Las plantaciones fueron azotadas por toda clase de plagas, lo que al final terminó destruyendo miles de matas, por la falta de insecticidas y de riego de agua.
Fue la peor tragedia sucedida en muchas décadas en la zona bananera del Magdalena, lo que obligó al Gobierno Nacional a intervenir para restablecer el orden. Comisionó, para que asumiera la situación, al general Carlos Cortés Vargas, quien se encontraba en la ciudad de Barranquilla. El presidente de la República Miguel Abadía Méndez lo nombró primeramente como jefe civil para la provincia de Santa Marta, entregándole facultades de un dictador para que aplastara la huelga. El militar días después de asumir el cargo, entró a la población con sus tropas, de las cuales se dijo eran más de 300 soldados para repeler el accionar de los trabajadores.
La multinacional en su afán de disminuir los costos de la mano de obra importó de las islas antillanas, especialmente de Jamaica, un pelotón de hombres negros para ejercer las mismas labores que estaban haciendo los trabajadores nacionales. Decisión innovadora pero poco efectiva a la hora de solucionar el problema. El principal inconveniente que se presentó con la importación ilegal de negros a la provincia de Santa Marta fue el idioma, ya que estos no hablaban el español, lo que dificultó la comunicación entre los jefes de los mandos medios de la empresa encargados de impartir las órdenes a la masa trabajadora, que no eran gringos sino nacionales, y los compañeros de campo, por lo que la compañía resolvió reversar su determinación de seguir importando mano de obra de color.
El sociólogo y escritor Carlos Payares sostiene en su crónica ‘Huelga y masacre de las bananeras’, publicada en el periódico HOY DIARIO DEL MAGDALENA, en la edición del 17 de noviembre de 2018, lo siguiente: “Con la experiencia en el manejo de la mano de obra de diversos países, el señor M. C. Keith junto con Andrew Preston, quienes eran los propietarios de la UFCo., terminaron por acoger una teoría racista aceptada por buena parte del Mundo: la mano de obra negra, originaria de las colonias británicas en el Caribe, terminó ocupando el primer lugar por su “resistencia” y “obediencia”. Se decía sobre la sumisión de los negros que “eran extremadamente educados”. Keith terminó prefiriendo a los jamaiquinos como trabajadores para su propósito de expandir las siembras del banano. En Jamaica no abundaban posibilidades de empleo y cuando se lograba, eran mal pagos los trabajadores (20 centavos de dólar al día). En el caso colombiano, se introdujo ilegalmente mano de obra por los puertos de Santa Marta y Barranquilla, bajo el criterio racista mencionado. Los jefes de aduana eran sobornados por la Empresa para que se hicieran los de la vista gorda”.
La huelga de las bananeras no fue una lucha del hombre de raza negra contra la multinacional extranjera para liberarse de la sumisión, como simbólicamente lo muestra la escultura llevando en la mano izquierda empuñada una cadena, cuando más bien estaban en juego unos derechos desconocidos, los cuales terminaron generando el conflicto laboral. Siempre fue la consigna de la huelga.
Se desconocen las razones de tipo histórico y cultural que tuvieron las organizaciones sociales para tomar la decisión de instalar en la Plaza Los Mártires una escultura de raza negra como símbolo de la lucha de la clase campesina y obrera contra la colosal compañía norteamericana. Tampoco registra la historia que, entre los cientos de caídos y heridos por las balas oficiales disparadas por los soldados en la estación del ferrocarril, se haya encontrado el cuerpo de una persona de color. Han venerado el santo, sin saber realmente quién hizo el milagro.
Entre los abatidos, que reconoció tiempo después el general Carlos Cortés Vargas, quien era la autoridad civil y militar de la provincia en el momento de la masacre, no aparece nadie de esa etnia.
La vestimenta que lucían los campesinos y obreros para sus labores de trabajo en las fincas, como lo describimos anteriormente, era la típica de la época: ‘Amansaloco’, suéter manga larga sin cuello, pantalón blanco arremangado hasta las piernas, alpargatas, un sombrero de paja para protegerse del calcinante sol infernal y un machete, como herramienta de trabajo.
El cuerpo desnudo de la escultura negroide, que aparece con una cuerda, no un taparrabo, amarrada alrededor de su cintura, la cual no logra tapar los órganos genitales ni los glúteos, no era usual del hombre campesino y obrero de la región, puesto que en esas condiciones no se trabajaba en la zona bananera ni en el puerto de Santa Marta.
El profesor Silvio Echeverría Rodríguez, refiriéndose a la huelga de las bananeras, dijo en una de sus conferencias: “En la zona bananera del Magdalena nunca hubo negros”.
El odontólogo y poeta Víctor Hugo Vidal también ha opinado de la escultura, la cual, según él, ha levantado más controversias que afinidades. Sus posiciones han sido publicadas en diferentes portales de noticias del municipio. Esto es lo que ha dicho: “Y es que la efigie no corresponde con el prototipo del trabajador nuestro. Los historiadores coinciden, además, en que la población negra era entonces, cuando la época de la matanza de las bananeras, minoritaria. Y algunos han mirado con escepticismo la casi desnudez de la figura, que no tiene relación con el ropaje característico de los trabajadores bananeros de los años veinte”.
Uno de los primeros asentamientos de afrodescendientes en la zona bananera, cuando era jurisdicción del municipio de Ciénaga, se dio en el corregimiento de Guacamayal, al llegar los primeros hombres y mujeres negros a vivir en tierras bananeras. El antropólogo Cristian Oliveros Pavajeau en su crónica ‘Presencia negra en la zona bananera del Magdalena: invisibilidad de una permanencia’, describe cómo se dio ese proceso de emigrantes de color: “El Barrio Nuevo de Zuluaga empezó a constituirse como tal a principios de la década de los ochenta, cuando unos pobladores negros, que hasta ese momento estaban asentados en el sector conocido como El Bajo (y otros pocos en el barrio San Juan), empezaron a ocupar las tierras de la finca Potosí, ubicada al occidente del poblado y a orillas del río Sevilla. La denominación de Barrio Nuevo surge precisamente de ser este sitio el nuevo lugar para un asentamiento mayoritariamente negro en Guacamayal y el apellido Zuluaga es heredado de la persona, un abogado, que defendió los intereses de los ‘invasores’ y puso todo su empeño hasta lograr la legalización de los predios recientemente urbanizados”.
Cuarenta y un año después de colgado el monumento del joven chocoano en la Plaza Los Mártires, como símbolo de la lucha campesina y obrera, muchos sectores de la sociedad cienaguera siguen irritados, al punto que la fiebre y los malestares en el cuerpo, luego de tantos años, no desaparecen aún. La principal razón con la que se arropan es que no se sienten representados en la obra, de ahí su falta de identidad con esta. Para ellos es lo mismo que si los pájaros le hubiesen hecho una escultura a la escopeta. Es decir, siguen en desobediencia en reconocer el monumento como la personificación de la huelga.
Muchos de esos sectores sostienen que, en la época de la bonanza de la fruta exótica, el municipio por ser netamente agrícola contaba con una población que sobrepasaba los 27 mil habitantes, de la cual la mayoría era campesina y obrera, ya que su principal fuente de ingresos era el banano, que estaba generando abundantes puestos de trabajo a la población como a los pueblos de la región.
Para construir esta crónica logramos conversar con muchos cienagueros, de los cuales uno se salió del formato del comentario cotidiano. Es un curtido ebanista, carpintero y aserrador a la vez, de 89 años de edad, quien sigue trabajando desde las 6:00 de la mañana hasta las 5:00 de la tarde en su taller, que queda al lado de su casa, para cumplir con los pedidos de su clientela. De escasos 1.60 metros de estatura, bigotes de una mescolanza entre blanco y negro, mamador de gallo de los buenos, Alfonso Martínez nos recibe en su humilde taller, el cual es angosto, pero super largo. Al momento de nuestra llegada se encontraba cepillando ocho inmensas tablas de roble para armar su obra de arte, un escaparate de dos metros de alto por dos de ancho. Al instante, hace una pausa para atendernos, no sin antes soltar una de sus acostumbradas hueseras: ¿Ustedes son periodistas investigativos o de oreja?, las carcajadas no se hicieron esperar. Después en tono serio nos contó: “Los cienagueros tenemos una deuda moral e histórica pendiente con los miles de campesinos y obreros que murieron en la estación del ferrocarril, luchando con el machete erguido en su mano derecha por sus derechos laborales. Y fue precisamente ese sacrificio lo que le valió, para que el Gobierno Nacional de la época, obligara a la multinacional bananera a reconocer esa conquista. Es la retribución que está pendiente por hacerse a los caídos el 6 de diciembre de 1928 y a los que persiguieron después para asesinarlos”.
Indudablemente en la zona bananera se establecieron grupos de afrodescendientes, regados, pero muy reducidos, que llegaron de varios departamentos de la región Caribe, como Bolívar, Córdoba y Sucre, pero no lo suficientes para visibilizarlos en una gran masa que sobresaliera antes y después de la huelga, la cual fue liderada por hombres blancos, mestizos y mulatos, que juntos hacían más del noventa por ciento de la masa laboral de la multinacional.
Por lo poco que se ha escrito del Prometeo de la Libertad, como lo bautizó su creador el maestro Rodrigo Arenas Betancur, queda la duda de que el hombre negro haya tenido algún protagonismo marcado en la huelga para merecer el reconocimiento de ser el símbolo patrio de los cienagueros, precisamente en el lugar donde fueron masacrados campesinos y obreros, por luchar por la reivindicación de unos derechos laborales desconocidos. Lo más irónico –dicen– es que hasta el nombre de la escultura terminó colocándola quien la construyó y la donó, lo cual es entendible.
Queda más que evidente, por los antecedentes históricos, que los hombres de raza negra que llegaron a la zona bananera en misión de trabajar, no lideraron la huelga, no estuvieron en los cuadros de mando de la organización huelguista y tampoco fueron los sacrificados a la hora de colocar los muertos en la masacre.
El tiempo sigue pasando inexorablemente, sin que a la fecha se le haya rendido un homenaje más que merecido a esos valerosos campesinos y obreros, que murieron siendo unos humildes trabajadores asalariados, no unos revolucionarios.