Relato tomado del libro de cuentos Trilogía de la Covid-19, del escritor Carlos Herrera Delgáns
Un polvillo helado nubló su visión y lo hizo reclinarse sobre las raíces enmarañadas de un inmenso árbol de matarratón a donde usualmente llegaba a dialogar con los pájaros y los insectos. Muchos decían que era una de sus tantas formas de meditar por lo que se había ganado el mérito de ser ‘El filósofo de los que no piensan’. Y lo era. Guardaba en su renegrido bolso, que colgaba en su hombro izquierdo, las primeras ediciones de tres libros de filosofía: Los diálogos de Platón, La metafísica de Aristóteles y Así habló Zaratustra. Obras que había leído y releído cuando apenas era un simple estudiante de secundaria y se interesó por aprender la psicología de la razón. Antes de pronunciar alguna palabra, ponía en práctica la lógica para hacer razonar a los que constantemente buscaban sus buenos consejos.
–Es Sócrates personificado –comentaron varios de los presentes.
‘El filósofo de los que no piensan’ recordó tiempo atrás a un señor de buen vestir, olorosa colonia y de barbas y cabellos algodonosos, quien se detuvo en su andar para escucharlo hablar. Quedó intrigado por sus dotes de sabio. Cuando terminó de explicarles a varias personas que lo rodeaban sobre lo planteado por Bacon hace más de cuatro siglos: “Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma irá a la montaña”, el extraño hombre le preguntó: ¿Por qué no hablas del futuro, para ver qué nos depara?
El sabio anciano le respondió con una frase que tenía en la punta de la lengua: “La filosofía no se encarga del futuro sino de la razón”. Sin embargo, le pronosticó, para no dejarlo con la palabra en la boca y pasar de presumido:
“Dicho y escrito está, la humanidad padecerá una nueva peste por la aparición de un microscópico animalito que matará a miles de personas con sus diferentes mutaciones”.
Cuando ‘El filósofo de los que no piensan’ fue abrazado por las raíces de su amigo el matarratón, empezó a ladear incontroladamente la cabeza hasta que encontró reposo y fue vencido por una profunda somnolencia que le permitió ver que llegaba a una congestionada ciudad rodeada de inmensas casas que crecían como los mismos árboles. Este fue su sueño:
Comienzos de la temporada de invierno de 2019
El señor Jean Sanportela sintió por primera vez que los años lo cansaban. El exceso de trabajo lo tenía exhausto. Se recostó en el taburete que yacía en una de las esquinas del negocio para hacer una pausa mientras observaba el movimiento en el mercado, el cual, según su vasta experiencia en el sector, era el mejor de los últimos años. Acababa de atracar al puerto un barco pesquero de gran calado repleto de peces y otras especies marinas, que llegaba a abastecer el mercado interno y de la provincia; mientras que por tierra ingresaban al centro de acopio camiones cargados de animales salvajes vivos para la comercialización.
Era un pequeño distribuidor de animales marinos y de tierra. En su negocio se veían inmensos refrigeradores y pequeñas albercas que almacenaban peces y mariscos que adquiría de los barcos que atracaban en el puerto. Compraba animales salvajes vivos y muertos que exhibían los cazadores procedentes de África y Asia, entre los que se encontraban serpientes venenosas, murciélagos, buitres, pirañas, cocodrilos, pangolines, escorpiones, tarántulas, lobos, tigrillos, hienas y una treintena de especies más.
Había acondicionado en un salón del negocio un pequeño museo para exhibir cabezas de animales salvajes disecados como grandes trofeos ganados en torneos en los que nunca participó. Al abrir la puerta para entrar al recinto, lo primero con que se encontraba el visitante era con la inmensa cabeza de un jaguar de enormes colmillos que brillaban en la oscuridad y aterrorizaban a cualquiera. Seguidamente se veían las de hiena, lobo grisáceo, oso negro, tigrillo, buitre, cocodrilo, pangolín, murciélago, serpiente constrictora, tarántula, escorpión, piraña, lince y, por último, la de un tigre albino, que según el señor Sanportela era su favorita, por la cantidad de fotos que mostraba a propios y extraños.
Un día le dijo a su esposa que se iba de cacería a África por invitación de uno de los tantos cazadores que llegaban al puerto. Salió vestido con un traje safari: sombrero, chaqueta, pantalón, cinturón, botas y rifle. Se sentó en la puerta del negocio a esperar el barco que lo llevaría a su destino. Después de varias horas, este no llegó.
–De pronto se arrepintieron los condenados de la invitación –dijo–. No es mi día.
Minutos después, un torrencial aguacero caía sobre la ciudad paralizándola por un instante.
A medida que descargaban el barco de la pesca, los diferentes puntos de venta del mercado se abastecían para ofrecer a los clientes un producto fresco y a buen precio. La abundancia abarataba los costos, lo cual era bueno para los consumidores que llegaban a comprar lo necesario para llevar al hogar. Los optimistas aseguraban que era el mejor momento de la economía de la ciudad, mientras que los pesimistas sostenían, como si fueran verdaderos astrólogos, que detrás de una gran alegría se incubaba una gran tristeza. Conjetura que pasó desapercibida.
Días después el señor Sanportela empezó a sentir los síntomas de un mal que lo aquejaba internamente. Estaba ardiendo como una brasa y el dolor de cabeza era insoportable. La alta temperatura de su cuerpo lo hizo ponerse del color de un tomate. Su estado de salud empeoraba, por lo que decidió ingresar a la sala de emergencia del hospital para que lo examinaran los médicos de turno y le dieran el diagnóstico.
Pensó que podría ser un simple resfriado por haberse mojado con una llovizna el día anterior. A la ciudad la cubría la temporada de frío, acompañada de fuertes lluvias, por lo que le restó importancia al hecho. Pero el mal que sentía no era lo que él pensaba, tal como lo comprobarían después las autoridades sanitarias del hospital.
Las horas transcurrían y el estado clínico del señor Sanportela no mejoraba, todo lo contrario, se fue complicando hasta que los galenos del centro asistencial ordenaron ponerlo bajo estricta observación médica, por considerar que su caso era atípico. Varios profesionales de la medicina habían comentado que se trataba de una neumonía desconocida, pero que estaban adelantando las investigaciones para comprobar su sospecha.
Cuatro días después, el estado de salud del señor Jean Sanportela se complicó. Fue ingresado a la Unidad de Cuidados Intensivos –UCI– por la afectación en sus pulmones. El mal había invadido las vías respiratorias. El cuadro que presentaba era tétrico. Tubos, mangueras y monitores se encontraban conectados a su pálido cuerpo envuelto en una seda de araña, mientras que un ventilador mecánico respiraba por él. Las muestras practicadas al señor Jean Sanportela fueron llevadas al más importante Centro de Investigación de Enfermedades de la ciudad para establecer realmente cuál era el mal que lo tenía al borde de la muerte. Ni sus mismos familiares podían verlo ni tampoco se les notificaba por parte de los servicios médicos hospitalarios sobre lo que padecía, puesto que no había un diagnóstico exacto. Únicamente les decían que esperaran los resultados que arrojaran los exámenes de laboratorio.
Si bien las autoridades guardaban hermetismo acerca de la situación, esta llegó a oídos de los medios de comunicación locales, pero poco fue lo que pudieron informar por ser estos de corte oficial.
La censura se vio a lo largo de los días, al igual que para la prensa extranjera. Sin embargo, un periodista logró filtrar la noticia por las redes sociales para que emergiera al exterior, y se supiera el verdadero estado de salud de varios pacientes que ingresaron a los centros asistenciales.
A las pocas horas el comunicador fue detenido, privado de la libertad y judicializado por los presuntos delitos de divulgación de información no autorizada y de incitación a la ciudadanía a la rebelión.
Si bien las autoridades guardaron hermetismo acerca de lo que estaba sucediendo, para no crear pánico en la ciudadanía, los medios de comunicación extranjeros poco fue lo que pudieron informar. La censura se vio con el transcurrir de los días, puesto que la noticia que fluía era de la prensa oficial, la cual no entregaba mayores detalles.
La situación empeoró con la llegada de más contagiados a los centros hospitalarios, quienes quedaron bajo observación médica sin visitas familiares. Lo que temían las autoridades se estaba expandiendo como pólvora: una temible enfermedad se incubaba en el organismo de las personas para diseminarse. Los síntomas que presentaban era fiebre alta, tos seca y un cansancio como si las hubiesen apaleado. En otros casos tenían también insuficiencia al respirar, dolor de garganta y de cabeza, diarrea y vómito.
El reporte de los servicios médicos señalaba que los enfermos provenían de un mismo lugar: el Mercado Mayorista, en donde se sospechaba que se engendró el virus. Estaba por saberse quién lo transmitió y cómo llegó ahí. Las investigaciones se abrieron al respecto.
Los familiares de los pacientes internados se desesperaron al ver que los días transcurrían y los médicos no daban un diagnóstico. Se inquietaron aún más cuando ingresaban más personas con los mismos síntomas. Se estaba luchando contra un enemigo invisible, que se reproducía a grandes velocidades. La ciudadanía estaba indefensa ante los sucesos por falta de información, pero nadie se atrevía a comentar nada para no generar pánico.
Debido a la situación caótica, los enfermos empezaron a automedicarse y buscar ayuda diferente a la científica para hacerle frente a lo que los atacaba, ya que por los síntomas que presentaban muchos llegaron a pensar que era una virosis de temporada, como sucede todos los años con el cambio de estación, la cual trae consigo muchas enfermedades. Aunque esta no era muy común. Por lo que decidieron tomar las medidas del caso para proteger a su núcleo familiar.
Ante tanta incertidumbre los oportunistas y estafadores comenzaron a aparecer como si fuera época de cosecha. Muchos dijeron que había un mercado de enfermos para atender. Abrieron consultorios improvisados cerca de la zona donde se supo que salieron los primeros contagiados. Con batas de cirujanos, guantes quirúrgicos y mascarillas, falsos médicos anunciaban con avisos llamativos: “Consulta para atender únicamente a pacientes contagiados por la misteriosa enfermedad”; otro decía: “Si se siente con los síntomas de la peste, lo atendemos de forma inmediata”; y en uno más se podía leer: “Citas médicas gratuitas para curar el mal de la peste”.
Ni los más reconocidos doctores de la ciudad atendían tantas consultas al mismo tiempo como estos maquiavélicos personajes, que durante el día y la noche recibían cientos de personas que deseaban protegerse de la enfermedad, que aún los científicos no habían podido detectar.
Al transcurrir los días los consultorios de los falsos médicos fueron llenándose de gente que buscaba desesperadamente ayuda alternativa, que de alguna manera, según los clientes, era más confiable y asequible que la propia medicina alopática. No solamente llegaban personas del Mercado Mayorista sino de otras partes de la ciudad en pos de remedios para protegerse de la peste, que estaba causando pánico entre la ciudadanía, por la cantidad de enfermos que acudían a los centros asistenciales, sin que les informaran a sus familiares el mal que padecían.
Unos decían que los medicamentos recetados por los falsos personajes les hicieron sentirse mejor; otros aseguraron que por prevención consultaban para blindarse del contagio de la enfermedad. Mientras que unos más afirmaron que el médico que los había atendido era confiable, por eso acudían a él. Las farmacias también vieron aumentar su volumen de ventas por la cantidad de clientes que llegaban a comprar.
Se sumaban al pelotón de falsos médicos, brujos, yerbateros, hechiceros, curanderos y espiritistas, quienes encontraron locales disponibles para instalarse y comenzar a atender. Los anuncios de estos personajes decían: “Píldoras mágicas y baños regenerativos para curar y prevenir la peste”; alguno tenía escrito: “Baños mágicos para prevenir y curar la peste”; mientras que uno más llamativo anunciaba: “Si no lo curamos de la peste, le devolvemos su dinero”. En otro se lograba leer: “Sacamos los malos espíritus que lo atormentan con el ojo de cristal”.
Estos falsos personajes anunciaban que a la humanidad le había llegado una maléfica peste que solo ellos podían detener. Remedios, pócimas, extraños brebajes y amuletos contra todo mal y peligro eran adquiridos por las personas para protegerse. Expresaron que era lo menos que podían hacer por sus vidas. La última en montar consultorio en el sector fue una interpretadora de sueños que, con una extraña vestimenta multicolor que le bailaba en el cuerpo de ballena que exhibía, convenció a más de uno del peligro que los acechaba. En sus revelaciones oníricas a varios clientes les dijo que la situación empeoraría en cuestión de días y que lo más prudente para ponerse a salvo era salir de la ciudad lo más pronto posible, de lo contrario padecerían el mal de la peste.
En cada consulta la extraña mujer tomaba la forma de una pitonisa, que llevaba en los dientes un tabaco prensado del cual lanzaba, a medida que danzaba, bocanadas de humo de olores esotéricos. El movimiento rítmico de su cuerpo y la humareda le conferían el don de la predicción. El cliente, sin mediar palabras recibía, bajo cierta condición, la revelación: si no ha cometido delito alguno en su vida la profecía sería una bendición, mientras que en el caso contrario, una gran maldición caería sobre él.
De esa manera, la gente fue sugestionada y atemorizada por estos maléficos personajes que lo único que buscaban era arrebatarles el dinero a como diera lugar y que les recomendaran a otras personas los servicios que prestaban.
También aparecieron como por arte de magia los falsos profetas que anunciaban el fin de la humanidad. Vestidos de ropa y gafas oscuras llegaban a cualquier esquina del Mercado Mayorista a lanzar sus andanadas de predicciones para atrapar a los ignorantes y a los pobres que se acercaban a escucharlos.
Uno de ellos decía: “Estamos en los últimos días del fin de la raza humana. El mal que nos ataca no tendrá misericordia alguna de nosotros. Ese diminuto animalito que se esconde en el organismo de las personas es el apocalipsis, que tanto anuncian las Santas Escrituras. Llegó sin darnos cuenta hermanos. ¡Arrepiéntanse!”.
Alguno de los presentes atemorizado por lo que acababa de escuchar del desconocido personaje le preguntó:
—Profeta, ¿qué hacemos para salvarnos?
Este respondió:
—Hermanos, es el momento del arrepentimiento, del perdón y de la oración, para tener salvación.
Dos horas más tarde, el falso profeta salía del lugar con mercancía obsequiada por los incautos y los bolsillos llenos de dinero. Una vez se alejó de allí se tropezó con una aglomeración de gente en un sector con poca iluminación en el que se oían las palabras de un hombre vestido de blanco de pies a cabeza con una larga cabellera recogida en un moño del mismo color. Parecía un ángel, lo único que le faltaban eran las alas. Por su aspecto fantasmal daba la impresión que levitaba, pero realmente estaba encaramado en un muro con poca visibilidad, que la gente no lograba ver por estar cubierto por un manto largo. Era el espiritista Desamel, quien invocaba la aparición de un misericordioso espíritu, capaz de perdonar los pecados de los mortales, diciendo:
–¡Aparece misericordioso espíritu del bien, para que protejas a estas personas de la peste que las azota!
Y después preguntó:
¿Lo…ven? Sientan su presencia para que tenga piedad de ustedes y no sean contaminados.
Enseguida unos dijeron que presentían la visita del ser del más allá; otros lograban ver una sombra divina de la que exhalaba un oloroso aroma a jazmín, mientras que unos más aseguraron haberlo visto y quedar perdonados de sus pecados para no ser alcanzados por la peste.
El falso profeta por mucho que trató de ver al espíritu invocado no lo logró. Se atrevió a preguntar:
–¿En…qué lugar se encuentra que no lo veo?
Luego, al chocar su mirada con la del espiritista se momificó y sintió que la sangre se le heló en las venas. La gente estaba hipnotizada, por eso, guardó silencio y salió del lugar.
–Realmente, no era ningún espíritu –terminó diciendo.
Los máximos jerarcas de las iglesias católica y protestante decidieron dejar sus comodidades para hacerle frente a las especulaciones de los impostores profetas y de esta manera, ordenar su rebaño. Desde el púlpito la católica tronó ante sus fieles así: “falsos profetas llegarán a sermonear ficticias predicciones, con el fin de crear incertidumbre y caos”. Mientras que la protestante reunió a sus pastores para cerrar filas por medio de la oración y pedirle al Creador misericordia por la raza humana.
Días después, ambas iglesias se colmaron de feligreses que llegaban a escuchar la palabra de sus sacerdotes y pastores para fortalecer su fe.
–Ayunen durante tres días seguidos para que se protejan de la enfermedad –dijo un sacerdote.
Entretanto, el movimiento en el Mercado Mayorista seguía su curso. Las cargas llegaban y las personas se abastecían de los productos frescos en los diferentes negocios para llevar a sus casas. En las horas de la madrugada los compradores de grandes almacenes y pequeños establecimientos hacían fila para adquirir los productos del mar, que saltaban de las redes para zambullirse en las mansas aguas del puerto, y los camiones bajaban jaulas con animales salvajes para su comercialización. El crepúsculo los arropó para ver los primeros rayos del día.
Mientras las autoridades científicas investigaban las causas de la extraña enfermedad que se esparcía silenciosamente, el mayor flujo de infectados salía de las aglomeraciones y reuniones, donde quien hablaba a corta distancia, estornudaba o tosía contaminaba al que estaba cerca, desconociendo el portador del virus.
Los días transcurrían y la celebración del Año Nuevo se acercaba, lo cual era aprovechado por miles de personas para viajar fuera de la ciudad y reunirse con sus familiares quienes, los que después de un tiempo sin verse, se desbordaban en el mayor regocijo. Era la fecha más esperada para los festejos.
Anteriormente, un médico había advertido al cuerpo directivo hospitalario donde laboraba que lo que estaba enfermando a la gente era un coronavirus. Sugerencia que fue desatendida. Se supo después que el profesional de la salud fue detenido por la policía para evitar que la información se filtrara y creara pánico en la ciudadanía.
Nueve días después de estar internado el señor Jean Sanportela, las directivas del hospital eran informadas por el Centro de Investigación de Enfermedades del mal que lo aquejaba, que según los exámenes clínicos, era un nuevo coronavirus, diferente a los que habían descubierto años atrás, más letal a la hora de atacar a las personas, puesto que al ingresar al organismo se desplaza velozmente por la tráquea para llegar a otros órganos vitales y reproducirse.
Lo cual despejaba cualquier duda acerca de que la misteriosa enfermedad pudiera proceder de una fuga de laboratorio. Las autoridades científicas quedaron desconcertadas.
Una vez las autoridades sanitarias fueron comunicadas del hallazgo en el cuerpo del señor Jean Sanportela, decidieron guardar herméticamente la información hasta que no se estableciera realmente la clase de virus que estaba enfermando a la población. Información que fue compartida con las autoridades internacionales para que conocieran la situación en la ciudad.
Entretanto, los casos en los centros asistenciales aumentaban. El sistema de salud no estaba preparado para afrontar la ola de contagios, la cual había sido diagnosticada como una neumonía desconocida. Así lo justificó con los reportes de infectados y fallecidos. La ciudadanía no sabía a ciencia cierta qué era lo que lo estaba enfermando y matando.
En los primeros tres días del Año Nuevo, la situación se tornó complicada por la creciente curva de contagios que llegó a sobrepasar los cincuenta casos. Circunstancia que no desvelaba de manera alguna a las autoridades sanitarias por el encubrimiento que venían haciendo de la enfermedad, que decían, tenían controlada. Por varias semanas ocultaron la verdad, sin que nadie supiera qué era lo que mantenían en reserva.
Dos días antes, el alcalde de la ciudad decidió cerrar el principal Mercado Mayorista, donde se dijo que salieron los primeros contaminados por la peste, para realizar una desinfección ambiental y evitar, de esta manera, la propagación de otras enfermedades. Lo que encontraron en el lugar fue una situación tétrica y preocupante. Cadáveres de animales en avanzado estado de descomposición eran devorados por inmensas ratas del tamaño de un conejo, y por perros y gatos también. La salubridad estaba en su peor momento. Múltiples enfermedades pululaban en ese sitio para reproducirse y expandirse, sin el mínimo control de las autoridades sanitarias, que aparecieron cuando el mal estaba avanzado.
Mientras tanto, la salud de los internos no mejoraba. Los científicos del Centro de Investigación de Enfermedades descubrieron el origen del virus que los estaba atacando: uno de la familia del coronavirus, al que llamaron SARS-CoV-2. Lo que confirmaba, sin revelarse, que provenía de un animal, de los que venden sin control en los mercados de la ciudad. Es decir, la peste saltó de un animal a un humano. Lo que faltaba por saberse era si se transmitía de persona a persona. De ser así, según la mayor sospecha de la comunidad científica, la situación se agravaría por la cantidad de gente que ignoraba que era portadora.
El problema se complicaba más con los asintomáticos, es decir, aquellas personas que portaban el virus pero que no presentaban ningún síntoma, lo cual exponía a la ciudadanía a un contagio en cadena, por el desplazamiento de estos por la ciudad. De esa manera, el virus se fue diseminando.
Una vez las autoridades se empaparon de la situación del nuevo coronavirus, ordenaron a las terminales de transporte utilizar termómetros infrarrojos para detectar la fiebre en las personas y evitar que se movilizaran de un lugar a otro. El que presentara este síntoma era trasladado a un centro hospitalario para los chequeos de rigor. Los asintomáticos pasaban sin ser detectados, lo que los convertía en el mayor riesgo para la salud pública por su alto grado de contagio.
Cuando las autoridades sanitarias identificaron el nuevo coronavirus, los primeros decesos empezaron a producirse para prender la máxima alerta roja. Los internos se complicaron hasta que sus fuerzas los abandonaron. La peste les había invadido las vías respiratorias y los pulmones causándoles la muerte por una neumonía desconocida aún por los médicos. Uno a uno fueron falleciendo por la letal enfermedad, que comenzó a hacer estragos en la población más vulnerable.
Las primeras víctimas fueron ancianos que debido a su avanzada edad eran los más débiles. Y así, la mayoría de internos procedían de esa población. Por lo que las autoridades sanitarias debían establecer las medidas del caso como lo hicieron en su momento los países que se vieron invadidos por grandes pestes, pero al final, estas terminaron cobrando la vida a miles de ciudadanos de Europa. El alcalde de la ciudad esperaba pacientemente el informe científico de los galenos para tomar la decisión más acertada. Sin embargo, lo que venían sospechando se confirmó: el contagio se producía entre humanos.
Horas más tarde, el cuerpo del señor Jean Sanportela era entregado sin vida. El mortal virus le había ganado la batalla. Su esposa e hijos decidieron velarlo en el lugar donde se refugiaba y podía encontrarse con la vida animal:
el pequeño museo en el que exhibía las cabezas disecadas de animales salvajes.
Lo velaron durante tres horas sin dejarlo ver, para que todo el que lo conocía tuviera la oportunidad de darle el último adiós. Encima del féretro colocaron la cabeza del león albino para cumplir su última voluntad. En la misma sepultura echaron las cabezas de los animales para que en la eternidad siguiera funcionando el museo que tanto le encantaba.
La situación se tornó más compleja con la contaminación del personal de la salud de los centros asistenciales, por lo que sus directivas decidieron redoblar las medidas para evitar que, de esta manera, se propagara. Pero en sí, el virus había vulnerado el sistema que más lo conocía y que más lo combatía para crear un estado de crisis.
A pesar de que las autoridades sanitarias sabían con antelación que el mortal virus se transmitía entre humanos no lo divulgaron enseguida para no generar alarma, sino que lo hicieron a finales del primer mes del Año Nuevo, pero, a pesar de que este se había alojado en otros territorios fuera de la ciudad. En esa fecha se reportaron en el país más de quinientos casos de personas contagiadas y ciento setenta fallecidas.
Ante la gravedad de la situación, los extranjeros y agentes diplomáticos empezaron a regresar a sus países de origen, desconociendo que muchos eran portadores de la mortal enfermedad. Fue el momento en que el mundo se vio en vilo por un microscópico animalito que dejaba muerte y desolación a su paso.
Cuando se supo que el virus había llegado a otros países se desató un pánico mundial y en consecuencia, las principales bolsas económicas se desplomaron una vez se confirmó la noticia. Las más importantes líneas aéreas suspendieron sus vuelos al país origen de la peste, así como los grandes navieros, sus viajes también. La ciudad y el país quedaron aislados del mundo. La urbe parecía un pueblo fantasma, en el que solo se veían los animales de la calle, como los perros y los gatos, escarbar en las montañas de basura buscando un bocado de comida.
Los elementos de bioseguridad como las mascarillas y los guantes plásticos para protegerse del contagio se agotaron de un momento a otro, por lo que para acceder a ellos la gente tuvo que pagar tres o cuatro veces su valor real, debido a la manipulación y al abuso de sus precios por parte de los distribuidores y vendedores, quienes le sacaron el mayor provecho a la delicada situación de salud que se estaba viviendo.
Ante los casos de brote del virus en otros países, la autoridad internacional de salud declaró la emergencia sanitaria por el SARS-CoV-2, lo que ponía en máxima alerta a la comunidad mundial por una nueva pandemia, para que tomara las medidas de rigor y evitar, de esta manera, la propagación de la enfermedad en sus países, que, entre otras cosas, desconocían cómo combatirla, por la falta de información científica. Tan cierto era que muchas naciones dieron poca importancia al hecho y decidieron tratarla como una simple gripe o resfriado, lo cual fue el peor error. Cuando quisieron reaccionar, el virus ya estaba esparcido.
Las personas que salieron de la ciudad por el Año Nuevo eran las primeras en contagiar a otras, llevando consigo la propagación del virus a otros países sin el mayor control sanitario, poniendo en alto riesgo la salud de las demás, que al no estar prevenidas, por el corto tiempo de la proliferación viral, fueron cayendo víctimas de la mortal enfermedad. Muchas tuvieron la valentía de internarse por los síntomas que presentaban: dolor de cabeza y garganta, y fiebre alta. Los resultados de laboratorio, después de practicarse los exámenes, arrojaron que eran portadores de la peste.
En menos de diez días varios países estaban reportando casos de contagios por la enfermedad. Por lo que las medidas se hicieron más severas. El comercio empezó a verse afectado por la falta de clientes. Así como muchas empresas tuvieron que despedir empleados y a otras les tocó cerrar.
Mientras la ciudad origen de la peste sentía los estragos de la enfermedad, la primera autoridad decretaba por varias semanas el confinamiento como medida preventiva para contener la propagación del virus que se diseminó rápidamente. Durante ese periodo se les prestó ayuda asistencial gubernamental a las familias para garantizar su bienestar. De esa manera, se envió un mensaje de tranquilidad a la ciudadanía como a la comunidad internacional.
Sin embargo, los gobiernos de varios países dijeron que la medida había sido tardía toda vez que miles de personas salieron de la ciudad a festejar el Año Nuevo, siendo que eran portadores de la enfermedad.
Un día antes de la orden de encerramiento, se dio inicio a la construcción de un colosal centro asistencial con capacidad para atender únicamente la patología de los contagiados por la mortal enfermedad, que había congestionado el sistema de salud, el cual no estaba preparado para afrontar una emergencia de esas magnitudes. A los quince días el nuevo hospital se dio al servicio, y los primeros internados fueron los trabajadores que laboraron en la obra.
En esa semana dos noticias estremecieron a la ciudad y al mundo. El mismo día en que se daba al servicio el nuevo centro asistencial, nació el primer bebé contagiado por el virus, que fue dejado con su señora madre primeriza bajo observación médica, y también el fallecimiento del médico que advirtió en su momento a las autoridades del centro asistencial de la llegada de la enfermedad. El tiempo le dio la razón, así no lo hubiese podido comprobar.
Los pacientes acudían en gajos al nuevo hospital, que acondicionó cientos de camas UCI para atender a los que estaban en estado crítico. Gentes que con el transcurrir de los días se fueron complicando por presentar otro tipo de patología o comorbilidad. De esta manera, el número de fallecidos aumentó, agravando aún más la emergencia.
Entretanto, los falsos médicos, brujos, yerbateros, hechiceros, curanderos y espiritistas hacían su agosto en consultorios copados por la ignorancia de la gente que pensó que la misteriosa enfermedad podría tratarse con cualquier poción o remedio que les vendieran. Cada uno tenía su propia fórmula mágica. Los falsos médicos recetaban antibióticos, anticoagulantes y tomas calientes para prevenir el virus. Mientras que el yerbatero formulaba ajo machacado, jengibre, limón y una cucharadita de miel de abejas. Asimismo, los brujos y hechiceros aplicaban conjuros y hechizos para aliviar el mal a los contaminados. Al final, terminaban recomendando ingerir bastante agua para evitar la deshidratación que produce la enfermedad.
Cuando las autoridades lograron identificar la peste que los atacaba, la gente ya había salido de la ciudad para celebrar la fiesta de Año Nuevo. Las diferentes terminales se atestaron de personas que abordarían el medio de transporte que las llevaría a su nuevo destino, sin imaginar que muchas llevaban incubando en sus organismos el mortal virus, el cual se transmite cuando exhalan gotitas y partículas respiratorias muy pequeñas.
‘El filósofo de los que no piensan’ se estremecía de un lugar a otro sin lograr salir del macabro sueño, que de cierta manera lo atormentaba. Una vez las raíces del árbol de matarratón lo abrazaron, encontró la tranquilidad deseada.
La ciudadanía empezó a alarmarse por la cantidad de casos reportados. La atemorizó más aún ver construido en tiempo récord el más grande centro hospitalario de la ciudad para albergar a los contaminados. Ese, sin lugar a dudas, era un claro mensaje de que las cosas no andaban bien. Más cuando el número de fallecidos aumentó en el transcurrir de las horas, días y semanas. E incluso, muchos dicen que vieron personas que de repente se desplomaban en la calle y quedaban muertas con la boca abierta. Comentaban que era a causa de un paro respiratorio, por carecer de oxígeno en los pulmones. Igual que los peces al salir del agua por falta de aire.
A partir de esa extraña situación, se presentaron otros casos en plena vía pública que horrorizaba aún más a la gente. Hombres y mujeres se daban golpes contra las paredes de los establecimientos por los fuertes dolores de cabeza, los cuales no soportaban. Otros se estrangularon sujetándose el cuello con las manos por el intenso dolor de garganta, mientras que una aguda diarrea se llevaba a muchas más.
Llamó la atención los que consumieron alimentos intoxicados al haber perdido los sentidos del olfato y el gusto. E incluso, gatos y perros yacían en las calles como consecuencia de la mortal enfermedad. Sobre este último caso, las autoridades sanitarias informaron, después de practicar varios exámenes a los animales, que estos murieron envenenados por la exposición a los químicos aplicados en el Mercado Mayorista, donde se había adelantado una campaña de fumigación ambiental para desinfectar el lugar del posible virus.
La situación se volvió crítica por la cantidad de fallecidos en los centros asistenciales, sin conocerse el reporte de decesos en los hogares. Las inhumaciones se salieron de control, toda vez que los cementerios no daban abasto por el gran número de entierros simultáneos. Por lo que decidieron reforzar el personal de sepultureros para poder cumplir con la demanda. Es así como se veían cientos de féretros, unos encima de otros como ladrillos pegados para levantar una pared, esperando turno para su cristiana sepultura. La incineración de cadáveres fue otro de los servicios ofrecidos por los camposantos para evitar, de esta manera, una contaminación ambiental y sanitaria.
La experiencia de pestes de años atrás que dejaron miles de muertos en varios países, tal parece que no fue aprendida por los gobiernos de turno, por la improvisación que estaban haciendo de la emergencia. Cada vez llegaban al centro asistencial más pacientes contaminados por el virus, el sistema de salud corría el riesgo de colapsar, para agravar aún más la situación.
Lo que se veía en las UCI era aterrador. El pabellón de los internos parecía una mesa de comedor bien ordenada, en el que sobresalía el color azul cielo de las sábanas con que eran arropados los enfermos a quienes se les reflejaba en sus rostros que estaban agonizando. Como aquellos ancianos que respiraban con la boca abierta para mantenerse vivos. Al final, la mortal enfermedad les había invadido los pulmones para acabar con sus vidas. De ahí que una muchacha que hacía la limpieza en el centro asistencial vio sobrevolar a varios gallinazos en el lugar.
El reporte diario de muertos lo encabezaban las personas de la tercera edad. Era el sector de la población más golpeado. Mientras que los niños y jóvenes se mostraban indiferentes a lo que se estaba viviendo. Su alto nivel inmunológico los protegía, por el momento, de cualquier ataque de la enfermedad. Era lo que reportaban las autoridades sanitarias.
Los contagios y las inhumaciones aumentaban con el transcurrir de los días, lo cual era una verdadera pesadilla para las personas que se vieron obligadas a encerrarse en sus casas por varias semanas. La ciudad era un desierto. Industrias, empresas, establecimientos comerciales y bancarios, y entidades oficiales cerraron sus puertas para afrontar el confinamiento decretado por la primera autoridad.
Una vez el virus ingresaba al organismo de la persona duraba varios días para manifestarse. Lo que se vio en los días de encerramiento fue desesperante por el número de contagiados de un mismo núcleo familiar.
La situación se volvió crítica y caótica, tanto que en muchas ocasiones las autoridades sanitarias a una vivienda donde encontraron a varios miembros, todos de la tercera edad, muertos con las bocas abiertas y en avanzado estado de descomposición. La peste había cobrado sus vidas por partida triple.
Con la propagación del virus las medidas de prevención implantadas por las autoridades no estaban dando los resultados esperados, por lo que la desconfianza de la gente seguía creciendo, al punto que se vieron en la necesidad de acudir a los remedios caseros para protegerse. Las personas que no reportaban los familiares enfermos a los servicios de salud era porque ellas mismas los atendían en sus hogares. Remedios que en muchos casos resultaron ser efectivos a la hora de combatir el mal. En otros casos, no funcionó.
Se comentaba que la enfermedad venía de cientos de kilómetros de distancia de la ciudad, pero las autoridades realmente no sabían de dónde salió y por dónde entró y lo más preocupante, qué la generó. Era lo que estaba por abordarse. Horas después, un equipo de científicos se desplazó al lugar donde presuntamente se originó la peste.
Las especulaciones comenzaron a correr como rueda suelta. La primera, que surgió fue que la peste se produjo de una fuga de laboratorio; la segunda, que esta se dio de la naturaleza, donde comprometen el consumo de animales salvajes; la tercera, que proviene de la ingesta de pescados y mariscos, y la cuarta, por un alimento que al ser deshielado y luego ingerido causó un caso de contaminación humana. Pero la teoría que tenía a muchas naciones con los ojos puestos en la ciudad origen de la peste era la fuga de laboratorio de un experimento bastante adelantado. Las delegaciones de científicos de las Naciones Unidas y de la Organización Mundial de la Salud descartaron esa hipótesis por las investigaciones realizadas en su principal centro de investigación. Sin embargo, existía la sospecha, sin confirmar, que las autoridades sanitarias locales ocultaban información privilegiada al respecto.
Estudios más avanzados del caso, no oficializados, dieron cuenta que el principal sospechoso de la propagación del coronavirus es el murciélago, puesto que los genomas que registra la mortal enfermedad son los mismos que porta el mamífero, el cual se vende sin control alguno en los mercados de la ciudad origen para el consumo humano.
Si bien la ciudad vivió días en completa calma, los siguientes fueron de mucha tensión por el aumento en el número de contagiados y fallecidos. En la segunda semana del segundo mes del año los enfermos sobrepasaban la barrera de los cuarenta mil, los fallecidos eran casi mil y los recuperados, cuatro mil, lo que para la comunidad científica local era una clara señal que el virus estaba cediendo, mientras que para otros era una advertencia de que días difíciles estaban por venir. Una voz oficial dijo que el confinamiento hizo que se presentaran pocos contagios.
Entretanto, los falsos médicos, yerbateros, brujos, hechiceros, curanderos y espiritistas seguían haciendo de las suyas. Los pacientes llegaban por recomendación de otros, eso sí sin aglomeración, para no llamar la atención de las autoridades. Las medicinas formuladas, dijeron varios, les sirvió en cierta forma para no sentir malestar alguno. En el caso de los yerbateros y curanderos el tratamiento a base de plantas medicinales evitó que muchas personas cayeran en las garras de la mortal enfermedad. A algunos que sufrían de otras enfermedades como diabéticos, hipertensos, dializados, operados de corazón abierto o fumadores empedernidos, el tratamiento no les hizo efecto, por lo que se sintieron estafados por el dinero invertido.
En fin, muchos combatieron la ferocidad del virus, pero al final fallecieron. Otros no fueron reportados a las autoridades por sus familiares, y decidieron sepultarlos ellos mismos.
Sin embargo, en varios sectores de la ciudad la vida continuaba su curso y se veían personas en lugares públicos y privados conversar normalmente. Usaban mascarillas, pero no guardaban distanciamiento. La aglomeración seguía en restaurantes y cafés como en almacenes. A pesar de que las autoridades locales tenían el control para evitar la propagación de la peste, el resto sintió que la enfermedad no los amenazaba.
Mientras eso sucedía, en otro sector epicentro de la enfermedad, varias personas entre las que se encontraban ciudadanos extranjeros, se encomendaban al Todopoderoso. Oraban con las Santas Escrituras en las manos. Leían y releían los versículos 5, 6 y 7 del Salmo número 91, que dicen: 5 No tengas miedo a los peligros nocturnos, ni a las flechas lanzadas de día, 6 ni a las plagas que llegan con la oscuridad, ni a las que destruyen a pleno sol; 7 pues mil caerán muertos a tu izquierda y diez mil a tu derecha, pero a ti nada te pasará. Desde entonces, su fe se fortaleció como una piedra contra el virus que los estaba azotando.
–Enfermarse en esta época es lo peor que le puede suceder a cualquiera, porque lo primero que van a decir es que tiene los síntomas de la peste, sin saber si realmente es una gripa pasajera por el cambio de clima –dijo una anciana que se abrigaba para protegerse del fuerte frío.
Las personas que habían salido de la ciudad retornaban a sus labores cotidianas, sin saber que muchas de ellas eran portadoras de la fatal enfermedad. Los síntomas que no tuvieron cuando partieron comenzaron a mostrarse ahora. La agresividad del virus se manifestaba con los malestares que presentaban. Dolor de cabeza y garganta y tos seca, obligaron a muchos a refugiarse en sus casas; otros por decisión de sus familiares fueron hospitalizados.
Cada vez más los reportes de las autoridades de otros países señalaban un aumento en el número de contaminados, lo cual evidenciaba que la mortal enfermedad se había vuelto global para poner en serio riesgo la salud del planeta. No solamente eran contagiados sino fallecidos, lo que agravaba aún más las cosas, por lo que las autoridades sanitarias internacionales no quitaban los ojos a la ciudad origen de la peste, a la que de cierta manera responsabilizaban por la tragedia que vivían, ya que no tomaron a tiempo las medidas del caso para prevenir la propagación.
En esa segunda semana del segundo mes del año, la Organización Mundial de la Salud oficializó que la mortal enfermedad causada por el nuevo coronavirus se denominaba Covid-19. Nombre que buscaba evitar su ubicación geográfica, así como ocultar que esta provenía de un animal de consumo, el cual era el principal sospechoso, puesto que la teoría de la fuga de laboratorio había quedado descartada, por ese momento.
En la tercera semana del segundo mes del año había más de dos mil trabajadores de la salud de la ciudad origen contagiados y a muchos de ellos les había cobrado la vida, entre los que se encontraban un director y varios médicos de un centro asistencial, cuyos pulmones habían sido invadidos por el virus. El reporte médico dictaminó muerte por neumonía.
En la misma semana las autoridades de salud emitieron un nuevo reporte de casos, en el que informaban que por causa de la Covid-19 en la ciudad habían fallecido 2.004 personas y contagiadas 74.185.
Tres días más tarde, las mismas autoridades sanitarias reportaron que las muertes en el país se elevaron a 2.442, los contagiados a 76.939, mientras que los recuperados llegaban a 22.888.
Dos meses después, las cifras de fallecidos, contagiados y recuperados en la ciudad habían alcanzado su tope. Los muertos en total por el virus fueron 3.869, los contagiados 50.340 y los recuperados 46.471.
Desde entonces, la urbe fue superando lentamente los estragos de la peste, mientras que países del Primer Mundo comenzaban a vivir su propia tragedia, al sentir los primeros síntomas de la apocalíptica enfermedad.
Por su parte, los falsos médicos, hechiceros, brujos, yerbateros, curanderos y espiritistas como los predicadores y la interpretadora de sueños quedaron sin clientela por la desaparición de la peste. Varios de ellos regresaron a sus cuchitriles en los mercados, otros salieron de la ciudad, mientras que el resto fue alcanzado por la mortal enfermedad. Los remedios, brebajes o pociones que recomendaron a sus clientes no les surtieron efecto para protegerse de esta. La mujer que sugirió el amuleto contra males y peligros fue incinerada con él colgado en el cuello.
Días antes de terminarse el confinamiento, en el principal Centro de Investigación de Enfermedades se llevó a cabo una reunión secreta en la que varios científicos comentaban los difíciles días que vendrían a la humanidad por la propagación del mortal virus, que según el reporte de la OMS había llegado a más de cien países. Así se comprobaba que la predicción hecha por los pesimistas del Mercado Mayorista se había consumado. De la alegría pasaron a la tristeza y con un pronóstico desalentador.
Entretanto, ‘El filósofo de los que no piensan’ despertaba de su sueño por la mordedura de un saltamontes en su mano izquierda y los picotazos que le atinó a dar en la cabeza un pájaro de plumaje arcoíris.
Al levantarse pudo decir que había dormido como Sócrates: meditando.