El volcán durmiente, segunda novela de la saga Ciudad salitre

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Es la nueva producción literaria en formato digital del escritor Carlos Herrera Delgáns, la cual se encuentra colgada en la plataforma de Amazon.com. Reproducimos el primer capítulo.

CAPÍTULO 1

UNA MAÑANA DE INTERROGANTES

Las calles y avenidas yacían desoladas. Cienaguas respiraba una paz de templo sagrado por la culminación de las fiestas patronales de San Juan Bautista, las cuales, que se tenga memoria, no habían recibido tanta gente como en esta ocasión.

     La estación de transportes era un hervidero humano.  Cientos de visitantes abordaron buses destartalados y vehículos particulares último modelo para llevarlos a sus lugares de origen, con la ilusión de regresar en las próximas festividades.

     Entretanto, los lugareños continuaban celebrando sin percibir que los rayos dorados del nuevo amanecer los bañaban. El sonido estridente de enormes máquinas del tamaño de un escaparate y las botellas de licor arrumadas daban cuenta de lo mucho que habían bebido.

     Uno de los amanecidos en avanzado estado de alicoramiento salió del interior de una vivienda, metido en el vientre de un inmenso saurio, para demostrar la destreza en el baile de la danza del Caimán, tradicional en esta población, cuya fiesta cultural más representativa se celebra los 20 de enero.

A varias cuadras de allí, el hotel residencias Boltimor recibía los nuevos visitantes. Luego de una larga travesía de cientos de kilómetros a bordo de colosales gusanos metálicos, hombres corpulentos –unos rapados y otros con frondosas cabelleras enmarañadas, y espesas barbas de león–, arribaban a la ciudad a descansar para proseguir al día siguiente su recorrido.

     Hortensia Bienvenida, propietaria de la posada, daba el más caluroso recibimiento a los forasteros. Después de explicarles las condiciones de alojamiento, los conducía por el oscuro pasadizo a las habitaciones, las cuales parecían más unas verdaderas cajas de fósforos que aposentos para descansar, luego de un largo y agotador viaje.

     La puerta de una de las habitaciones se abrió ruidosamente y se vio salir a Prometeo De Silvestri, quien bostezaba a la vez que estiraba los brazos para recibir la bendición divina.

    –La mañana está radiante –dijo–. Sin dudar a equivocarme será un día sofocante.

     Una vez se enjuagó la boca en el lavamanos del patio y descargó en el inodoro el litro de ácido amoniaco, espumoso y de color amarillo fosforescente, tocó la puerta de su compañero Jerónimo Frías, que seguía acurrucado en los brazos de Morfeo, en posición fetal.

     –Salgo enseguida –respondió.

    Cuando Jerónimo realizaba por inercia el mismo procedimiento de su compañero, lavarse la cara con el agua fría que brotaba de la llave metálica para retirar las legañas de los ojos y enjuagarse la boca, sintió un fuerte olor a orín de caballo.

     –No bajaste la palanca del inodoro –le dijo a su amigo, tapándose las fosas nasales con los dedos índice y pulgar–. ¡Qué olor putrefacto!, el que lo inhale se enferma los pulmones.

     Una vez bañados y vestidos, desayunaron en el hotel su plato favorito: mote de guineo verde con queso rallado y café con leche. Hortensia, sin que se lo ordenaran, les sirvió, sabiendo la debilidad de los jóvenes por el alimento, el cual degustaban como un delicioso manjar.

     –Como siempre, la señora Hortensia nos sorprende con sus delicias –dijo Jerónimo–. Sin que se molesten los dioses del Olimpo, es más sabroso que la ambrosía.

     –Les recuerdo que es el plato típico de la ciudad –aseguró Hortensia, que lucía una pañoleta de múltiples colores en la cabeza, la cual le sujetaba la frondosa cabellera de gitana.

     La mujer intrigada por la actividad que venían realizando los jóvenes se atrevió a preguntarles lo siguiente:

     –Por lo que he observado, a la hora que salen y a la que llegan, me da la impresión de que no son comerciantes, ni turistas, ¿o me equivoco?

     Los hombres se miraron las caras por un momento para contestar a la inquietud de la mujer, que esperaba con los brazos cruzados una respuesta al respecto.

     –¡Claro que despejaremos su duda señora Hortensia, ni más faltaba! –respondió Jerónimo–. Venimos de lo alto de la gran montaña de la Sierra Nevada a descifrar el misterio de la leyenda del bosque de los gigantes cangrejos azules.

     –No es una leyenda, es una historia real –sostuvo Prometeo.

     –¡Vaya!, creí que era un simple cuchicheo de las personas cuando se referían al tema –dijo Hortensia–. ¿Cómo creer lo que me están diciendo?

     –Fácil señora Hortensia, encontramos la entrada secreta de un bosque que está debajo de la ciudad –manifestó Prometeo–. Es una larga historia de contar.

      –Pero, ¿cómo así que es larga de contar? –ripostó la mujer–. De manera que me dicen el milagro y no el santo.

     –Cuando terminemos esta investigación con gusto nos sentaremos en esta misma mesa a referirle en detalle la historia –dijo Prometeo–. Hasta luego señora Hortensia.

     Los dos hombres salieron del restaurante Boltimor con dirección a la residencia de los tíos de Estefany, dejando con la intriga a Hortensia que desamarraba de su cabeza la pañoleta de múltiples colores para volverla a amarrar, esta vez con más fuerza.

    –Estos muchachos sí que están bien locos –expresó.

     Prometeo y Jerónimo decidieron caminar, y no tomar un taxi, para recoger a Estefany, que se encontraba dialogando con sus tíos en la sala de la casa tomaba un delicioso café tinto y les explicaba las actividades que venía realizando. Estaban intrigados por la investigación de su sobrina.

     El mastodonte tío Bernal, de inmensas manos como tapas de olla, sorbía el café tinto en su pocillo inmenso, del tamaño de una jarra de repartir limonada, mientras que su tía Estefanía sentada a su lado izquierdo le preguntó:

      –Estefany, estábamos preocupados por ti debido a la caída del torrencial aguacero la noche anterior, pensábamos que te había sucedido algo.

     ¿Dónde te hallabas querida?

     –No es para preocuparse tanto tíos, me encontraba bien; eso sí, en una riesgosa travesía por un maravilloso bosque, que de repente se vio envuelto en enormes llamas –respondió Estefany–. Es parte de la investigación que vengo realizando.

     –Tu tío estaba que salía a buscarte –ripostó la tía Estefanía–. Fue un aguacero tremendo, llovió tanto que no se veía el pavimento de la calle.

     –Comprendo tía, en ese momento atravesábamos la Plaza del Centenario para llegar al templete donde se hallaba la entrada secreta al bosque de los gigantes cangrejos azules –dijo Estefany.

     –¿Una puerta secreta en el templete? –preguntó la tía Estefanía, sin entender a su sobrina.

     –Tíos, es una larga historia de contar. Una vez reunamos todas las piezas del rompecabezas y descubramos este misterio, les prometo que serán los primeros en conocerla en detalle –respondió Estefany.

     En ese momento un suave golpe en la puerta principal se escuchó para romper el hilo de la conversación.

     –Yo abro tío Bernal –dijo Estefany.

     Eran ellos, Prometeo y Jerónimo, quienes llegaron a recoger a Estefany, que los recibió con la mayor alegría del mundo.

     –Hola muchachos, ¡los estaba extrañando! –expresó Estefany–. ¡Adelante!

    Una vez saludaron a los tíos de la periodista, la tía Estefanía les brindó una taza de café tinto, mientras que el tío Bernal los observaba con su cara de oso pardo, tronándose los dedos de las manos y estirando la pierna derecha de la que sobresalía una gigantesca bota del tamaño de las que utilizan los jugadores de jockey sobre hielo. Los jóvenes se sintieron intimidados por la postura del hombre que les pelaba los dientes como perro rabioso. En el fondo, era su forma de reírse. 

     –¿Qué rumbo siguen muchachos? –preguntó la tía Estefanía.

     –La Plaza del Centenario –respondió Prometeo.

     Una vez dieron el último sorbo al café tinto, los jóvenes se levantaron para despedirse de los tíos de Estefany y dirigirse al centro de la ciudad en busca de pistas que los llevaran nuevamente a encontrar la entrada secreta al bosque de los gigantes cangrejos azules, de donde habían regresado la noche anterior.

     Estefany se acomodó sobre sus espaldas el morral con algunas provisiones que le había colocado su tía, se despidió y salió con sus amigos.

     –Cuídate mucho querida –le dijo su tía–. Ustedes también, me la cuidan.

     Mientras que el tío Bernal se agarraba los cargadores que le sujetaban el inmenso pantalón de tela de dril para despedirlos, no sin antes darles las últimas recomendaciones:

     –Espero que mi sobrina regrese completica, así como sale, de lo contrario se las verán conmigo.

     Prometeo y Jerónimo cruzaron miradas y al mismo tiempo le preguntaron a Estefany si su tío estaba hablando en serio o era una simple broma.

     –Descuiden muchachos, es su forma de decir las cosas –respondió Estefany–. A veces creo que es uno de sus buenos chistes.

     Una vez dejaron la casa de los tíos de Estefany se dirigieron a la Plaza del Centenario.

     –Deberíamos pasar primero por Alexandra para que nos acompañe otra vez –dijo Prometeo, asintiendo con la cabeza Jerónimo.

      –Es hora de visitar al botánico –afirmó Estefany.

      Cuando iban hacia la contrica del curandero alguien los estaba siguiendo. Se detuvieron para cerciorarse quién era. No sabían si era una mujer o un hombre por la vestimenta que llevaba puesta. Los tres se quedaron mirando al extraño ser que estaba frente a ellos.

     –Hola, muchachos –dijo el desconocido.