El trancón en la avenida 41 era monumental. La hilera de vehículos iniciaba desde la sede de un colegio abandonado, con el aspecto de un castillo medieval, hasta la avenida Murillo, en el que se podían observar camiones, taxis, buses, carros particulares y motocicletas esperando que se regulara el tráfico. Sus propietarios desesperados por la situación empezaron a salir de ellos a protestar por la falta de autoridad, toda vez que había transcurrido demasiado tiempo en el embotellamiento.
Los causantes del trancón eran dos asnos machos que se disputaban el derecho a aparearse con una hembra que yacía echada en el pavimento hasta que resultara un ganador de la contienda.
Los reguladores de tránsito, hombres bravucones y de enormes abdómenes, hicieron presencia en el lugar para imponer orden, pero también para vivir su propio infierno al exponerse a las altas temperaturas del día, al calor que irradian los motores y a la contaminación por la emisión de gases de monóxido de carbono. Una hora después, la movilidad se normalizó.
‘Harry Desastre’ descendía por la vía pasadas las cuatro de la tarde para entregar sin ningún contratiempo sus pedidos de colonias y perfumes. En la bocacalle de una vía frenó para que las personas cruzaran de una calle a otra, entre estas, un señor de barbas y cabellos algodonosos que caminaba ladeado por el inmenso contenido del bolso renegrido que colgaba en su hombro izquierdo.
Una vez este atravesó las luces del semáforo cambiaron para que los automóviles siguieran su rumbo. A medida que avanzaba, Harry veía por el retrovisor al anciano que logró acomodarse en una banca de cemento de un parque sobre la que los árboles se deshojaban.
Se reflejaba en su rostro el agotamiento, no por el exceso de trabajo sino por la avanzada edad que pesa como un bulto de arroz. Al sentarse sintió un gran alivio, como si le hubiesen quitado una enorme carga de los hombros. Se dispuso a descansar su envejecido cuerpo, debido a que lo forzaba mucho y estaba en las postrimerías de su existencia.
‘Harry Desastre’ hizo un giro a la izquierda para estacionar ‘el escarabajo’ y abordar al anciano que se hallaba recostado en la banca. Al verlo con los ojos cerrados pensó que estaba dormido por lo que decidió sentarse a su lado, pero este reaccionó diciendo:
—¡Es un hermoso día!, ¿no crees?
—Creo que sí —respondió Harry—. ¿Por qué lo dice?
—El hecho de amanecer con vida y contemplar un nuevo amanecer es suficiente para agradecer al Creador tanta dicha —dijo el anciano.
—¡Es una bendición! —aseguró Harry que observaba al hombre que hablaba sin abrir los ojos.
—¿En qué te puedo servir joven? —preguntó el anciano.
‘Harry Desastre’ reparó de pies a cabeza al hombre que vestía harapos, cabellos y barbas blancas y zapatos mugrientos, como si fuera un mismo pordiosero. Sin embargo, no tenía ese olor característico, el aroma de su ropa era agradable como si se untara perfumes de la mejor marca. A pesar de que sus cabellos y barbas estaban descuidados no olían a zorrillo, por lo que decidió seguir en el lugar.
—Curiosidades de la vida, viejo —respondió Harry.
—Comprendo —dijo el anciano.
—Lo vi cruzar la calle y pensé que por su forma de caminar tenía algún problema de salud —replicó Harry.
El sabio anciano permaneció callado ante la apreciación del muchacho que no dejaba de mirarle el bolso que se encontraba a un costado de él, el cual estaba que reventaba de tantas cosas que contenía. Presumió que podían ser objetos que recogía de la calle y que utilizaba más adelante. Lo que no sabía era que en su interior no habían joyas ni dinero, sino tres libros de sabiduría milenaria.
—Por lo que veo, el bolso debe pesar toneladas —dijo Harry.
—No todo lo que ven los ojos termina siendo cierto —respondió el hombre, llevando la mano sobre este.
Harry percibió que el anciano guardaba algo más que desechables. Al posar la mano y no retirarla le hizo pensar que el hombre protegía algo más valioso y que estaba dispuesto a defender con su propia vida.
—No quisiera incomodarlo, pero me asalta la duda de saber si en ese bolso lleva más que joyas —replicó el muchacho.
—La curiosidad es atrevida y en muchos casos nos mete en problemas, pero realmente son objetos personales que solamente me interesan a mí —respondió el anciano.
—¡Claro, no es para que se ofenda!, pero cuando cruzó la calle se notaba que el peso del bolso casi lo tumbaba —dijo Harry.
El ruido de los carros y el bullicio de la gente interrumpían la conversación entre el joven y el anciano, que se sobaba la barba como una forma de decirle a Harry que lo estaba importunando, sin embargo, el viejo se reacomodó en la banca para erguir su cuerpo y tener una mejor posición. Abrió los ojos para ver la figura del muchacho que vestía ropa sport, barba tupida de color negro, portaba en su cabeza una cachucha de beisbolista del mismo color y gafas oscuras para proteger los ojos de los rayos ultravioletas del sol.
—Te daré la satisfacción de saciar tu curiosidad, mostrándote lo que llevo en el bolso —le dijo el anciano jocosamente—. Antes de conocer el secreto tienes que prometerme que lo guardarás sin revelárselo a nadie.
Harry asintió para afirmarle al anciano que cumpliría su palabra.
Al ponerse de acuerdo, el sabio anciano liberó la correa del bolso que lo aseguraba para levantar la solapa y dejar al descubierto tres voluminosos libros antiguos, los cuales se conservaban en excelentes condiciones, aunque mostraban un color amarillento y mohoso.
—Deben pesar una tonelada esos viejos libros —dijo Harry luego de ver los textos si conocer su contenido.
—No solamente son antiguos sino que también tienen gran sabiduría, la cual libera a cualquier mortal de ataduras —exclamó el hombre al hablar del tema que más le apasionaba: la filosofía.
—Señor, ¿de qué hablan esos libros? —preguntó Harry, pero antes de responder mi pregunta, quiero saber cómo se llama usted.
El anciano volvió a sobarse las barbas para presentarse ante el joven muchacho que empezó a caerle en gracia por su interés en la conversación que ya se estaba alargando.
Al momento de revelar su nombre una maría mulata macho, semejante a un cuervo, que posaba en la rama de un árbol de almendro defecó y salpicó la camisa de ‘Harry Desastre’, que de golpe se levantó para maldecirlo por la gracia que acababa de hacer. Sin perder tiempo extrajo del maletín, donde guardaba los perfumes y colonias, una toallita de color verde oliva para pasársela por la parte donde el pajarraco la había ensuciado. Por mucho que limpió la prenda, esta quedó manchada de un verde aceitoso.
—Si no logramos controlar nuestros impulsos de nada servirá la enseñanza de la ciencia, que trata la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales —dijo el anciano al ver descontrolado a Harry, por el accidente que acababa de sufrir.
Una vez superado el impase con el ave, se presentó como ‘El filósofo de los que no piensan’.
—Confórmate con llamarme así, es la única forma de identificarme —aclaró y empezó a sacar del bolso las primeras ediciones de tres maravillosos libros de filosofía.
Cuando los tuvo en sus manos se los enseño a Harry.
—El primer libro es Los diálogos de Platón, escrito por el mismo Platón, discípulo de Sócrates; el segundo es La metafísica de Aristóteles, por Aristóteles, discípulo de Platón,y el tercero es Así habló Zaratustra, de Friedrich Nietzsche.
Una vez ‘El filósofo de los que no piensan’ terminó su explicación, Harry pudo comprender el apelativo con el que se identifica el sabio hombre, el cual se deleitaba al hablar del tema que más le apasionaba: el filosofar, que según él es el único camino para que el pensamiento se desarrolle.
Harry se despidió del anciano convencido que este no sufría de enfermedad alguna y que tampoco estaba cansado como se había imaginado, sino un hombre enamorado de la ciencia universal: la filosofía. Suficiente para mantenerse con vida.